domingo, 31 de enero de 2010

ESAS PALABRAS NO SE DICEN


Más de una vez, la lingüista Martha Hildebrandt ha declarado que no hay por qué alarmarse cuando alguien dice groserías, ya que éstas pueden encontrarse en el diccionario, y que por lo tanto es lícito su uso corriente. Más aún -lo ha reiterado siempre-; las malas palabras son un nivel del habla culta, y el decirlas no hace ignorante o grosera a la gente; puesto que no se es culto por el tan solo hecho de no proferir palabras soeces.
Sin embargo, creo que no dejaremos nunca de evitar cierto asombro cuando alguien las pronuncia –por más que las escuchemos a diario-, ya sea en el bus, en el mercado, en el banco, en la calle, en la escuela, o en el trabajo. Cosa curiosa; detestamos al borracho que las utiliza para insultar a cuanto transeúnte se le cruza en su camino; pero nos solidarizamos, por ejemplo, con aquel que las riega a discreción maldiciendo al desalmado que robó en plena calle a un anciano o a un minusválido.
Sin embargo, también, las tenemos a flor de labios, y ahí no hay pudor que valga. Estoy seguro que son pocos los que vociferan un ¡ay! cuando reciben un martillazo en pleno dedo o cuando se van de bruces al piso tras pisar una cáscara de plátano. Al respecto, siempre me he preguntado por qué no decimos ¡hígado! o ¡riñón! en esas circunstancias. Quizás sea porque una grosería expresa “mejor” nuestra cólera o dolor –y hasta alegría, según sea el caso-; o quizás sea por lo de la inmutabilidad del signo lingüístico, que impide el cambio de una palabra establecida por el común de la gente; aunque lo más seguro, como decía Cortázar, es que quién sabe.
A todo esto, me acuerdo de un profesor de lenguaje de la universidad, que se adelantó a las declaraciones de la doctora Hildebrandt. Famoso por su ausencia de pelos en la lengua, el aludido docente no desperdiciaba oportunidad para mandarse con cada palabrita, que a todos sus alumnos nos dejaba sobrecogedoramente turulatos. Y eso que andábamos por los veinte años en promedio y teníamos ya nuestro propio catálogo de lisuras.
Desde entonces, siempre me preocupó el porqué de ese temor-vergüenza-asombro al pronunciar o escuchar las llamadas malas palabras. Una de las razones sería la prohibición que se ejerce sobre las personas cuando pequeñas. Lo cual se ha hecho una costumbre: apenas el nene pronuncia una “palabrota”, el padre corre a darle un sopapo, con el agregado de “esas palabras no se dicen” o algo parecido. Me parece que el asunto se conduciría mejor si se optara por darle un matiz pedagógico. Porque actitudes prohibitivas ejercidas como fin en sí mismas, no hacen sino reforzar el significado escatológico de esta clase de palabras; además que, en el peor de los casos, podrían, con el tiempo, generar en el menor un Yo perverso; el mismo que motiva las inscripciones obscenas en letrinas públicas, bares, fachadas y hasta en sillas y mesas de aulas y bibliotecas de escuelas y universidades.
No voy a profundizar en el significado de las lisuras, pero debo manifestar que su uso va en aumento entre los muchachos y aun en las muchachitas –que han echado abajo la barrera del temor-vergüenza-asombro-, quienes no tienen ningún reparo y las sueltan con toda la naturalidad del mundo mientras caminan por la calle, y no sólo en la intimidad del grupo. Ante esta osadía, los abuelos dicen persignándose que es signo de tiempos apocalípticos, pero los intelectuales arguyen que no es más que una irreverencia ante el sistema imperante.
Llámese malcriadez, insolencia o majadería, lo cierto es que este lenguaje, contestatario o simplemente vulgar, ha accedido a todos los estratos sociales y usted puede escuchar una mentada de madre como quien dice “alcánzame el pan”, tanto en muchachos de barrio como en corrillos de muchachos bien (léase clase acomodada).
Nuestros escritores no se muestran ajenos a esta realidad verbal, y aunque hasta los 50 se decidieron por uno que otro término grosero, recién en los 60, cuando se acentúa el Realismo Urbano, la procacidad en el lenguaje es llevado a los libros sin inhibiciones. Es lo que hizo Oswaldo Reinoso en “Los Inocentes” (1961), con tan mala suerte que la crítica de turno lo apabulló, más que todo por la crudeza de las situaciones que presentaba. Mejor fortuna tuvo ese año José María Arguedas con “El Sexto”. Pero la osadía de Reinoso llegaría a más con “En octubre no hay milagros” (1965), ganándose de paso el título de pornógrafo (hoy se dudaría en sindicársele lo mismo). Este mismo año Julio Ramón Ribeyro publica “Los geniecillos dominicales”, un poco en esa línea. Y Mario Vargas Llosa, que ya había hurgado en los diversos niveles y variaciones de la lengua en “La ciudad y los perros” (1962) y “La Casa Verde” (1965), entrega a la imprenta “Los Cachorros” (1968), un librito experimental que inicialmente pensó titular con el apelativo insolente del personaje central: Pichula Cuéllar.
Los ejemplos siguen en los 70. Están ahí “Un mundo para Julius” (nadie como Bryce para poner una mentada de madre sin que suene a grosería); “Canto de sirena”, de Gregorio Martínez; “Barrio de broncas”, de José Antonio Bravo; “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, de José María Arguedas; “El viejo saurio se retira”, de Miguel Gutiérrez; “Los hijos del orden”, de Luis Urteaga Cabrera; y un larguísimo etcétera que llega hasta nuestros días.
Sería ocioso seguir el recuento con títulos de la producción poética, en la que se podrá encontrar también la lista completa en cuestión lisuras. Pero estoy seguro que en esa relación no iría de ejemplo ni siquiera un solo verso de Eguren. Con decirles que el buen José María prefería poner “niz” en lugar de nariz, por sonarle esta palabra demasiado bronco al oído. De modo tal, que la mínima indecencia le habría dejado literalmente sordo.
De manera que, a despecho de cualquier gazmoño o celoso defensor del lenguaje, es una realidad que lo soez se propaga en el habla coloquial cotidiano, y no hay nada que lo detenga en su vertiginosa carrera. Así que si usted quiere darle la razón a la señora Hildebrandt, no titubee y sírvase algo del variado menú, que para eso está la libertad de expresión y de lengua. Pero si está del lado de aquellos que desprecian toda palabra indecente, le quedan dos cosas por hacer: acogerse a lo de “a palabras necias, oídos sordos” o irse de aprendiz de ermitaño, lejos del mundanal ruido, muy a lo Fray Luis de León.

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