lunes, 26 de agosto de 2013

"¿Y LOS CHOLOS?"...Un cuento con historia...

Este es el primer cuento que escribí. Fue a inicios de 1980, tras mi arribo de Salpo. Uní dos historias: el paseo que tuvimos un grupo de amigos a un lugar cercano y la historia que ronda en casi todo pueblo serrano; el de la pastorcita que pierde sus ovejas y se encuentra oro en un paraje. No recuerdo en qué tiempo lo redacté; pero sí que lo escribí con la emoción de verlo impreso en el suplemento dominical del diario La Industria. Fue lo primero que hice al tenerlo concluido: fui al diario y recomendé mucho al periodista encargado para que fuera posible su publicación. Recuerdo que me hicieron pasar y salió el director de entonces: Don Félix Alvarez Sánchez (años después se convertiría en gran amigo, le decíamos don FRAS, por el seudónimo que utilizaba), quien me dijo que la colaboración (el texto) pasaría por un comité editorial. Compré religiosamente durante dos meses, todos los domingos, el diario; y siempre me daba con la triste noticia de no encontrarlo. En 1994, a dos años de estar laborando en este diario, buscando unos archivos, me di con un sobre blanco tamaño oficio y el nombre de mi cuento, con la casi invisible letra "o" de mi vieja máquina de escribir.Era el cuento que había enviado 14 años atrás....me sentí como tener un bebé -mi bebé- entre mis brazos: Ni siquiera se habían tomado la molestia de abrirlo...Hasta ahora tengo ese texto virginal. Para incluirlo en el libro que publiqué, solo le hice algunos cambios, pero contiene un 90 por ciento de cómo lo escribí, cuando tenía 18 años... 

  TARDE DE NIEBLA y poco frío. Rubén despertaba a Juan, despacito. Juan despertó; entornaba los ojos. -¿Y los cholos? –preguntó, al ver que Ulises y Milton no estaban. Rubén miró a la cima del cerro, recordando el camino que los vio tomar; pero no pudo ver nada entre la niebla cargada. Y entonces dijo, solo por decir: “Ya deben estar llegando, ya”. Y volvió a mirar arriba, de pura gana; en esa niebla cerrada no se podía ver nada; ni subiendo en un día despejado; bien se sabía que era una cuesta paradita el camino de acceso, y que los méjicos gigantes y los cebadales prominentes niegan toda visión hacia el pico. Había entonces que contentarse con seguir el camino de herradura y orientarse entre los arbustos de cadillos y cortaderas. Rubén estaba molesto, de pronto. -Y bueno, ¿qué esperas? ¡Levanta ya! –gritó. Volvieron a escalar. La niebla subía lenta por la reducida fuerza del viento. Abajo, una colosal sábana blanca cubría el pueblo. El paisaje se aclaraba conforme se avanzaba, como siempre pasa cuando se camina entre la neblina. La garúa finita y persistente, que no había cuando terminara, forzaba a entrecerrar los ojos o mirar de soslayo. Siguieron avanzando, siempre con la esperanza de que en cuanto llegaran a la cima, constatasen cuánta verdad había en la vieja leyenda que vino a oídos de la abuela de Milton: La cima albergaba mucho oro, y quien lo veía quedaba encantado. A Juan le bastaba con recordar lo último para acobardarse; de no haber un juramento de por medio, no estaría temblando de miedo y saltando como un animal asustado al menor ruido extraño. Las horas pasaron rápidamente. El viento había terminado por arrojar la niebla hacia otros lados, y ahora se podía ver la cima y la cruz de madera, cada vez más descomunal conforme se acercaban. Ulises y Milton ya estaban en la cúspide, y de espaldas a una peña, silbaban, con aspaviento, unos huaynos de moda. -Estos cholos, silbe y silbe no más paran –bromeó Rubén al verlos. Juan estaba todavía medio desconfiado, no podía creer que no hubiera nada, que toda esa leyenda fuera una gran mentira. Aunque no estaba cansado, sus pasos eran de plomo. -Avanza, hombre; pareces una madre con ese paso –bromeó Rubén nuevamente, esta vez para arrancarle una sonrisa a su amigo; pero Juan ni siquiera se inmutó. Cuando estuvieron junto al grupo, se sintieron complacidos de su gran proeza. ¿Dónde estaba el oro?, reían. ¿Y la laguna llena de oro que decían que había? Retozaron un buen rato, descalzos, tirándose champas de tierra. Estarían allí un momento, con seguridad hablando de chicas; almorzarían sus conservas; quizá dormirían un instante. Mañana podrían darse prosa, en la hora de clase: “Verdad, Flor; verdad, María; verdad, Jesús; hemos subido a la cima del cerro y no hay oro como dicen que hay, ni nadie ha quedado encantado; todo sigue siendo pura leyenda”. Juan tendría motivo para hablarle a Flor: “Ven, Flor – le diría-; yo te voy a contar todo cómo ha sido”. Sonrió al pensar en eso. Han almorzado. Mientras los demás duermen, Juan, ya tranquilo, se ha propuesto dibujar el pueblo. Pero no hay gran cosa qué llevar al papel. La sábana aún está tendida sobre las casas y calles; aunque ha dejado al descubierto las torres de la iglesia, las cimas de los cerros cercanos y el panteón; en lontanaza, se puede otear cerros y diminutas casas ennegrecidos por las nubes. Ni poder siquiera dibujar el mercado, el camal, la plaza mayor. A pesar de todo, algo dibujaría. En ese momento un avión cruza el cielo y, al mismo tiempo, el cerro tiembla. Y Ulises y Milton y Rubén, los tres juntos: “¡Qué! ¡Qué! ¡Qué!” Y Juan solo atina a decir: “Ha pasado un avión”. -¡Nunca por nunca un avión hace temblar un cerro, oye! –grita Milton. -Ha sido un avión a chorro –se excusa Juan- De esos que… El cerro vuelve a temblar, esta vez con más intensidad; pero cesa al instante. Hay silencio. Entonces se tiene la impresión de que un coloso emergido de la tierra se levantara, con atronador resquebrajamiento de árboles y derrumbe de rocas, dejando al descubierto una grieta enorme: el cúmulo de oro que hay en el fondo despide punzantes destellos que resplandecen como el mismo Sol. El débil carácter de Juan es presa del encanto. -Entonces, era verdad –dice, mientras avanza a la profundidad –Entonces, era verdad… Vano es el intento de Ulises al tratar de atajarlo: Juan acaba de caer, y la grieta, que se ha cerrado en un nuevo temblor, apaga sus gritos. Por el miedo o los nervios, los muchachos solo atinan a tirarse al suelo y a arañar la tierra, tratando de abrirla desesperadamente. Pero no hay ninguna huella, ni el menor revoltijo de tierra. En eso escuchan a alquien que ríe a sus espaldas. Voltean y ven enfrente, parado sobre un montículo, a Juan, sano y salvo. -¿Creían que ya no saldría? –dice; pero su voz no es la misma. ¿De dónde apareció? ¿Por qué se ríe tan feo y tiene otra voz? ¿Ha salido de debajo de la tierra? Las preguntas están de más en este momento. No importan razones. Se contentan de ver nuevamente al amigo perdido. Es Juan, no hay dudas. Milton va a su encuentro, pero a los pocos pasos cae, sin ningún motivo aparente. Rubén toma la posta, y antes de que diera un solo paso una fuerza invisible lo jala y lo inmoviliza; de pronto ha quedado como una estatua. Lo mismo pasa con Milton. Vuelve a aparecer la niebla, esta vez más densidad, y al instante lo cubre todo. Las cosas empiezan a perder sus perfiles… Se oye un silbatazo, a lo lejos. Rubén se zambulle en la niebla y, molesto, con prisa, abriéndose paso a mano limpia, se acerca a Juan, y lo despierta. -¿Y los cholos? –pregunta Juan. -¡Cuál cholos! ¡Han tocado el silbato y ya es hora de entrar al salón! ¡No ves que ya terminó el recreo! Juan se incorpora y echa una mirada al Ragach: El sol aplastante de junio está disolviendo las nubes, y algunas, cortas, a punto de desaparecer, vagan lentamente en su cima.

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