jueves, 11 de febrero de 2010

MODA Y MÚSICA EN LOS 70



Así como sociedad y literatura siempre andan juntas –aunque haya por ahí alguna discrepancia al respecto-, moda y música han hecho lo propio a lo largo de las generaciones: una ha propiciado a la otra, o a la inversa.
Del concubinato de estas últimas en los 70 se ocupa esta crónica, que no es más que un testimonio personal motivado por la incontrastable nostalgia, ese mal de raza que los extranjeros suelen siempre echarnos en cara.
La década de los 70, en sus inicios, es todavía caja de resonancia de la onda contestataria que a nivel latinoamericano marcaron los 60, con su efervescencia de guerrillas y revoluciones (el Perú no fue la excepción: el 68 un golpe de Estado dio paso al “gobierno revolucionario” del general Juan Velasco). En esta línea, el argentino Piero se dejaba escuchar con sus canciones protesta, aunque pasaría a la posteridad con una canción-himno: “Mi querido viejo”.
Son años en que los muchachos van dejando de lado el rollo del rebelde-sin-causa, sin abandonar del todo la brillantina en el peinado (Glostora se llamaba la que venía envasada y “aceitillo” el que se compraba por copas en la bodega de la esquina).

Las muchachas seguían con los afeites de los 60: pestañas postizas, cejas depiladas pero reemplazadas por una delgada línea de lápiz negro, y mucho colorete (léase lápiz labial). Preferían los vestidos al talle, y usaban la minifalda sin pudor y a diario. En los hombres imperaba el pantalón al tubo de los sesentas, con basta al tobillo pero con brillo en la tela, si lo era para el terno. En invierno era generalizado el uso de las chompas “cuello Jorge Chávez” en los varones y el “cuello tortuga” en las mujeres. La maxifalda, la hermana mayor de la mini, era usada muy de vez en cuando pero con la prestancia que le infundían las botas cortas, su adicional imprescindible.
Aún se podía escuchar a Los Doltons –también a Los Belkins- ese fenómeno musical que arrastraba desde la década pasada una considerable legión de fanáticos, en una versión nacional del loquerío inglés por los Beatles. También inundaban las radios los de la Nueva Ola, cuyos representantes nacionales (Pepe Cipolla, Hit Moreno, Altamirano, Denis Falvi, el Troglodita, entre otros) compartían honores con sus congéneres argentinos (Leo Dan, Palito Ortega, Juan Ramón; Sandro un poco que entraba en la onda).
Cuajando sólo en juventud e ímpetu, el mexicano Enrique Guzmán –César Costa en menor grado- proponía un rock bastante digerible, por lo del idioma: “La Plaga” y “El rock de la cárcel” se bailaban con furor en las fiestas familiares, así como las desenfrenadas canciones Tom Jones, el boom gringo del momento.
Quien se ocupe de la historia nacional en esta década no podrá desdeñar la presencia Hippie, ese movimiento juvenil surgido en EE.UU. en los 60, en rebeldía ante la actitud belicista del Tío Sam y en oposición a la sociedad de consumo, que los llevó a promover el amor libre y la vida comunitaria (patentaron el estribillo de “Hagamos el amor y no la guerra”), mediante una vida sencilla y de renuncia, aunque nada apacible, porque eran públicos su afición a las drogas y el libre albedrío que éstas promovían. Los hombres tenían el cabello y la barba descuidados y, tanto como las mujeres, llevaban lo necesario en su indumentaria, con motivos o gráficos que gestarían el arte de la psicodelia.
Muchos de estos ejemplares, dados a hacer el mundo, llegaron a nuestras costas; aunque se sabía que iban, confundidos, muchos latinos, entre ellos uno que otro compatriota nuestro. Se les veía frecuentemente, casi siempre en parejas, caminando a un costado de la Panamericana, solicitando “empujones” a los choferes ruteros, o bien acampando en algún recodo de la pista, cuando les ganaba la noche, con sus fogatas tipo Oeste, el deslumbramiento de muchos de nosotros, los infantes de entonces.
Lo de llevar el pelo largo a lo hippie pegó en nuestra juventud (la barba nos lo negaba de plano la raza), aunque nada más como una simple moda, ya que no tenía nada de actitud contestataria.
Las muchachas se debatían entre el peinado “ paje” –un corte a lo príncipe- y el pelo largo recogido con el gancho de ocasión. La “permanente”, un rizado u ondulado cuasi imperecedero que se obtenía en las peluquerías de barrio, era el preferido por el sector femenino venido de la serranía, que generalmente residía en los ya florecientes pueblos jóvenes.
Estos primeros años setentistas, jóvenes y adolescentes –de los sectores C y D que le llaman ahora- eran campeones en cuestión moda. Cundía lo práctico: a las chicas les bastaba un retazo de tela para confeccionarse su “espalda calata”, la sensación de los veranos setenteros, que no era más que una –muchas veces diminuta- pechera sujetada a la espalda por una o dos tiras delgadas. También fue el furor la onda “maternidad”: uno no sabía realmente si la usuaria esperaba el encargo de París o simplemente andaba a la moda.
Los muchachos no se quedaron atrás. Siguiendo la onda hippie, dieron por revalorar los yanques (tan sólo porque los gringos empezaron a usarlos), esas sandalias de jebe que el poblador serrano suele usar a diario; los pintaban con florcitas multicolores y grecas tipo manto Paracas, y salían con el pantalón corto o short –en las mujeres recibía el provocador nombre de “pantaloncito caliente”-, con basta en zig-zag obtenido a tijerazo limpio. Asimismo, teñían el viejo vividí con añilina roja o azul y lo ribeteaban con sesgo de color en contraste. O en su defecto, compraban la camisa de diolen, como dictaba la moda: bien al juste, floreadas y con el cuello “gaviota”. El pantalón terminaba con una basta acampanada, al modo hippie.
Se usaban, además, los makarios, el eureka de los chatos, cuyos cinco centímetros de taco eran suficientes para liberarlos de cualquier complejo de inferioridad.
La versión femenina en cuanto a calzado lo constituían los zuecos, con plataforma que llegaban a los diez centímetros de altura. En ellas era usual el pantalón “palazo”, cuya basta acampanada sobrepasaba la medida de la cintura de la prenda.
En esta década el rock vuelve a posesionarse por algunos años en el gusto juvenil -como lo hizo, junto al twist y el gogó, en los sesentas-, con Beach Boys esencialmente. Esta vez encontró un propiciatorio caldo de cultivo en la juventud anonadada por el delirio hippie. Por eso fue asimilada de buenas a primeras; y muy pronto, por una suerte de efecto multiplicador ejercido por las radios que se preciaban de juveniles (Ondas del Norte y Universo, en Trujillo), se hizo común al oído. Se pasó entonces como por una alienada tempestad generalizada que hizo grato escuchar las canciones de América, The Eagles, The Mama and the Papas, The Rolling Stons, The Who, The Doors, The Animals, The Canibals, Sex Pistols, Black Sabbath, Santana, entre otros, algunos procedentes del Festival de Woodstock (1969).
Motivado quizás por una apreciación peyorativa de cómo los muchachos bailaban el rock, la gente adulta dio en llamarla “música enfermedad”, nombre que se hizo muy popular. Y era sólo “enfermedad” lo que se bailaba en los te danzant, unas reuniones bailables vespertinas que eran animadas por un “ritmo” –una batería de timbales, una tumba- y un “picá” (pick up, el tocadiscos de los 50). Se realizaban regularmente los fines de semana en locales modestos, que se atestaba de muchachos a partir de las siete de la noche; cuando las luces fosforescentes resaltaban en la oscuridad los dibujos psicodélicos de las paredes, y podían bailar solamente guiados por el resplandor espectral del blanco de los dientes y de los ojos de sus parejas.
Fue en esas reuniones, al promediar el 74, que se empezó a ensayar, tímidamente, el modo actual de bailar las baladas: el hombre cerrándole con las manos la cintura de la mujer, y ésta limitándose a rodear con las suyas el cuello del acompañante, en una actitud defensiva, eso sí. Con el tiempo, esta modalidad ha tenido variantes que han dependido del grado de afectividad de la pareja.
De igual modo, se ensayaron ciertos ritmos que tuvieron vigencia efímera, entre ellos el bum-bum, que la pareja lo bailaba golpeándose cadera contra cadera, y el kasachov, bailado al mismo estilo de una conocida danza rusa.
En contraste al soterrado avance del rock, irrumpe la cumbia peruana, que ya se había dado a conocer, con medido entusiasmo, a finales de los 60. Su popularidad se acrecienta a partir de los 70, un tanto alentada por la ideología del gobierno, que con su rollo del “Estado Nacional”, privilegiaba, entre otros asuntos, la reivindicación del indio y desechaba lo foráneo; no en vano ya se había despachado a más de una transnacional gringa.
En este contexto, Los Destellos, Los Girasoles, Los Diablos Rojos, Beta 5, Manzanita y su Conjunto, entre otros, crean temas coyunturales –Los Destellos lo habían hecho con “Apolo 11” poco después que Armstrong pisó la Luna-; y entonces empiezan a escucharse “La Bocina” o “El Campesino”, perfectos cantos al indio, “El Provinciano”, un himno al pundonor del inmigrante serrano, “El Rasca-Rasca” (un tema que recreaba festivamente las dolencias de la plaga que azotó el norte del país tras el terremoto del 31 de mayo del 70) y hasta la candorosamente irreverente “Carajosky”, a parte de una larga lista de temas localistas o folklóricos, chauvinistas en todo caso. Las radios, en su mayoría, las programaban en todo el día, y la gente los bailaba en abarrotados coliseos capitalinos; porque la cumbia había conquistado las ciudades, con grupos que se incrementaban cada semana, ya que se formaban a raudales tanto en la capital como en provincias (Los Mirlos y Juaneco y su Combo eran el delirio en la selva).
Asociado a este movimiento musical, aparece el achorado. Personaje irreverente, prototipo del marginal avivado y pendenciero, que asume la moda a su manera. Pantalón a la cadera, con venas a los costados, y en la campana cuchillas, de otro color de la tela, que se abrían en abanico. Camisa ajustadísima, de mangas siempre largas. Peinado reverberando en aceitillo y cayéndole en tobogán sobre la frente. Gafas con lunas de espejo o ahumadas. Y en el colmo de la afectación, el pedacito de curita primorosamente recortado en círculo cubriéndole el recién reventado barro facial.
No muy al margen de esta eclosión musical estaba la música criolla, con los ya emblemáticos Lucha Reyes, Embajadores Criollos, Jesús Vásquez, Carmencita Lara, La Limeñita y Ascoy, Jorge Pérez, etc., propalada por radio Trujillo (que además irradiaba conciertos en vivo con grupos locales, y que por muchos años, en mi infancia, tras ver una audición en las oficinas de esta radio, creí que las canciones que escuchaba en casa era cantada en vivo esos instantes).
También estaban, por supuesto, los románticos, que tenían su paraíso aparte con grupos y solistas de Argentina, Chile, Venezuela y Brasil –Los Pasteles Verdes nos representaba con creces-: Ángeles Negros, Los Iracundos, Los Galos, Mermelada, Los Bríos, Roberto Carlos, Buddy Richard, Nilton César, Silvana Di Lorenzo, Tormenta; además del torrente español: Mari Trini, Janeth, Camilo Sexto, Nino Bravo, Julio iglesias, Dany Daniel, Lorenzo Santa María, otros más y los que propagaban música festiva, también españoles: Ángeles Rojos, Tíos Queridos, Fórmula Quinta, entre otros, conocidos ahora como los de la “Década Prodigiosa”.
Ya a mediados de los setentas las chicas habían desterrado las pestañas postizas, pero optaban por un color moderado en los labios; aunque imperaban aún el uso del pantalón acampanado y el de los zuecos.
Por el 76 una hornada de novísimas canciones inundaba el gusto adolescente, en una amalgama que se debatía entre el rock y el pop. Ahí estaban las canciones de Tina Charles, Barry White, Gloria Gaynor, Roberta Flack, Nataly Cole (la hija de Nat King), Van Mc Coy, Peter Frampton, Silver Convection, The Switt, etc. En esta avalancha foránea lograron salir a flote algunos representantes de la cumbia, entre ellos el Grupo Celeste, Los Girasoles, Centeno y Los Ecos, que eran solicitados, con nostálgico entusiasmo, para animar fiestas sociales en provincias.
Este año temas de Freddy Roland, Ruly Rendo y Los Pakines animaban las fiestas de barrio, en las que también se bailaba música salsa de Héctor Lavoe, Boby Cruz, El Gran Combo, Fruko y sus Tesos, Latin Brothers, etc., género que tuvo su reino infame en bares y nigth clubs, a lado de la música de los boleristas Lucho Barrios, Pedrito Otiniano y Anamelba (Iván Cruz se apoderaría, en solitario, de los 80).
Sólo cuando apareció, el 77, la Travoltamanía, una alienada imitación que cundió en medio mundo tras la película Fiebre de Sábado (1977), se hablaba con fervor de la música Disco. Las radios programaban temas de Donna Summer, The Bee Gees, ABBA, Tramps –autores del representativo Disco Infierno-, Tierra, Viento y Fuego, The Conmodores, The Tavares y de una veintena de agrupaciones y solistas formados a propósito de este movimiento musical, muchos de ellos aparecidos en la cinta Gracias a Dios es viernes, también de corte Disco.
Nadie, o casi nadie, copió por nuestras tierras la vestimenta de Travolta, con el cuello de la camisa fuera de las solapas del saco y sus camisas ajustadísimas, pero sí la forma de su baile, para lo cual se organizaban bulliciosos concursos, aquí y en la China.
El 79 la cumbia tendía a desaparecer –renacería, vigorosa, a mediados de los 80, para continuar con su reinado hasta nuestros días-, y sólo consiguió atraer a una generosa audiencia venida de los pueblos jóvenes –convertidos ahora en prósperos distritos-, en sus bailes de fin de semana.
Sin embargo, este mismo año, en nuestra serranía el cantante folclórico Rómulo Meza se imponía con un disco que batía récord de sintonía y ventas: La rosa blanca, destronando a los conocidos Jilguero del Huascarán, Indio Mayta, Princesita de Yungay, Pastorita Huaracina, Reales de Cajamarca, Trovador de los Andes, Errantes de Chuquibamba y demás pléyade.
Pero la mayoría de radios de nuestra alienada Costa dejaba por sentado lo pródigo que era este fin de década en cuanto a la aparición y consolidación de bandas y solistas, fundamentalmente rockeros, que trataban de descollar entre los cultores de la onda Disco, y coincidieron en emitir temas de Led Zeppelín, Pink Floyd, Queen, Kiss, The Police, Toto, Village People, Blondie, Billi Joel, Orquesta Eléctrica (ELO), Cliff Richard, Rod Stewart (uno que otro tema del inagotable Paul MacKartney, el de Los Beatles), etc.
Era la música que sonaba en las discotecas, a las que concurrimos, muchachos, los sábados, con lo mejor de la indumentaria juvenil: poleras o camisas de marca, pantalón Jean ajustadísimo a lo Punk, también de marca (era inadmisible comprarse imitaciones; los tiempos cambiaron realmente), y botas vaqueras; casacas de cuero o las de hule estrujable, las que podíamos reducir al tamaño de un puño. Fue el despegue de la moda Unisex y las chicas usaban también el jean en el pantalón y la casaca; y su cosmética se redujo al moderado uso del fijador de pestañas, el rubor y el lápiz labial.
Prodigiosa y versátil, original y chillona, candorosa y eufórica, los 70 arriban a su final tan sigilosamente arrolladores como en sus inicios. Aunque en la actualidad se pretenda volver a sus raíces mediante la onda retro, que la recrea en el modelo de sus vestidos y en su música, esta década permanecerá inalterable e imperecedera en la memoria imperturbable de quienes asistimos a su vertiginoso paso.(Publicado en La Industria. Abril de 2009)

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