viernes, 3 de enero de 2014

A tres años de ser conocido es ya tiempo de subirlo. Se trata de mi ya famoso cuento "El hombre que tenía medio morir", que se hizo merecedor al Copé de Plata (segundo puesto entre casi mil ochocientos participantes), y que supe hace unos días se "peleó codo a codo el primer lugar", según palabras del poeta Santiago Aguilar, quien lo sabía por boca de uno de los jurados. Obtuve un premio de polendas y creo que voy a morir tranquilo con eso, aunque a mis hijos les había dicho que me iría alegre a la tumba si quedaba entre los quince finalistas, cuando aún no se daban a conocer los resultados. Lo gracioso es que no se lo había dado a conocer a nadie más que a ellos y a mi mujer. Nadie sabía que me lanzaba al mejor concurso de cuentos que hay en el Perú y que ya es de participación internacional (en la versión del 2010 en la que participé, entre los finalistas hay un boliviano y una mexicana) y es el que ofrece el mayor monto para sus premiados (me llevé 15 mil soles). Tampoco nadie sabía que era el concurso al que quería participar desde 1980, cuando se me metió el bicho de ser escritor. Treinta años después lo conseguía. Desde luego, tras una lucha constante de escritura y de lectura. Pero de todo, lo que más me insuflaba de orgullo era que el tema del cuento está ambientado en Salpo, el lugar donde nacieron mis padres y del que me quedé prendado cuando a los dieciséis años lo conocí realmente (mi madre me contaba que me había llevado a los 4, 5 años), y me quedé a vivir allí casi un año, en 1979. La historia solo tiene de verdadero los nombres de los personajes (de mis primos, tíos, amigos) y los lugares, porque es fantasiosa la trama: cómo puede ser posible que un hombre pudiera revivir para volver a padecer una nueva muerte, y todo por obra del 'santo' Antonino, un personaje popular del pueblo, un errante de quien solo se sabe que era de Cogón, un lugar aledaño al pueblo, y que, según mi madre, 'se quedaba en el panteón, junto a la tumba de su madre'. La historia, hasta ahora, no deja de sobrecoger, y muchos creen que el nombre de Salpo es inventado (me lo preguntaron lectores de Puno y Arequipa) y que no puede ser posible que el nombre del personaje "Angel Cuete" sea real; no me creen, quienes me lo han preguntado, que es el nombre de mi tío Angel Guevara, que lleva el apelativo porque es el único de los Guevara que siguió con la tradición pirotécnica del padre de mi abuelo: Francisco Guevara "el mejor pirotécnico de Salpo", tal cual lo pongo en el cuento. Como también el nombre de Pancho Maqui (el hombre que tenía medio morir) lo extraje de la memoria de mi madre, que tiene que ver mucho con mis historias,  de quien tomé las anécdotas, frases y modismos del lugar para tejer toda la trama de mis cuentos, hasta ahora todos (unos nueve) ambientados en Salpo. He aquí "El hombre que tenía medio morir".




EL HOMBRE QUE TENÍA MEDIO MORIR

In Memoriam H.L.


1
ME PASABA QUE estaba yo siempre al lado de mi madre cada que venían a avisarnos que a mi padre lo habían matado otra vez. Y con ella a su lado, tenía que ser igual de temple ante esta misma noticia. Esa tarde, después del almuerzo, estábamos pues en la cocina. Yo me entretenía removiendo con un palito el rescoldo del fogón y ella, más acá allá, arreglaba el cuyero una vez más. Así estábamos, cuando escuchamos ladrar los perros, y que gritaban: “Doña Simona, doña Simona”. Mi madre me hizo una señal con la cabeza, y antes de que bajara yo a ver quién era, se presentó don Napo Venegas. “Dicen que a su marido lo han hallado esta vez en la Loma de Ocas, doña Simonita”. Mi madre terminó de encimar un adobe y respondió, sin mirarle a los ojos: “Ya”. Y continuó con su faena.
-No se olvide usted de llevar una frazadita, que el finadito está en todo el aire, y casi desnudo- aclaró don Napo.
Y mi madre volvió a decir “Ya”.
Yo quise salir en ese momento, pero debía esperar la siguiente señal de mi madre. Otra vez, aguantaba mi desesperación y mi llanto. Quería mucho a mi padre y me daban mucha pena sus muertes, cada una como si fuera la primera vez. No podía odiarlo, a pesar de lo que era: un matón a sueldo que despachaba sin piedad a tanto cristiano inocente.
Esa vez, recuerdo, no esperé la orden de mi madre y salí puerta afuera, llorando.




2
NO FUI A VER el cuerpo de mi padre. Fui al panteón, donde la casa de Antonino el Errante. Todavía llorando, grité con todas mis fuerzas:
-¡Levante ya la penitencia que echó sobre mi padre, Errante! ¡Dejeló, para que muera como cualquier particular, como todo cristiano¡ ¡Él necesita su descanso! ¡Acabe con su padecimiento, Antonino¡
Terminé de rodillas sobre el pasto, gimiendo. El eco de mi voz rebotaba aún entre los cerros. Sabía que Antonino el Errante ya no vivía en el panteón, pero así y todo me iba hasta allá a descargar mi cólera, a esa choza que había levantado al lado de la tumba de su madre, en la que habitó gran parte de su vida, hasta que empezó con su peregrinación y sus sanaciones.
Muchas veces fui donde esa casita (cuando todavía quedaban dos vigas de eucalipto caidas y unos pedazos de calamina), el único sitio en donde pude encarar a Antonino cuantas veces quise, y solo dejé de ir, años más tarde, ya mayor,  porque además ya no pude orientarme en medio del pasto tupido y la tierra de la pampa, que terminaron por sepultar toda huella de la vida del Errante entre tumbas y peanas.
Antes, en una de las primeras veces en que mi padre empezó a padecer sus muertes repetidas, me presenté donde el Errante, tan pronto caí en la cuenta de que era el promotor de su desgracia. Pude apenas hacerme un campo entre el séquito que solía acompañarlo en sus peregrinaciones. Le reclamé por la penitencia impuesta a mi padre.
-El padecimiento se lo busca él mismo, hijo de Pancho Maqui, nieto de Andrés Guevara, el mejor pirotécnico de Salpo -me dijo-. Si tu padre dejara de matar, sólo entonces podrá descansar.
No le repliqué nada; la razón le asistía al Errante. Por eso ya no volví a decirle nada las veces que lo volví a ver. 
Sólo me quedaba ir a sosegar mi ira donde su choza abandonada. Más no podía hacer. Porque mi padre no tenía cuándo dejar, ni dejaría nunca, esa manía jijuna de andar matando a la gente por puro gusto.

3
-¡SOY PANCHO MAQUI! ¡Prepárate para morir!
Dicen que Carlos Manillo supo qué hacer, apenas lo vio asomarse. Lo había estado esperando, después de que Obdulio Cerna, viéndose perdido en la discusión por un mal trazo de límites, se alejó echando una advertencia que no era otra cosa que una sentencia de muerte: “Entonces, te entenderás con el Pancho Maqui”.
 Como ya estaba medio preparado para la situación que se estaba dando, el finadito Carlos Manillo tuvo la osadía de responderle:
-Es un cobarde quien te envía, Maqui, porque manda a su indiada a arreglar un simple lío de tierras.
Sabía que no tenía nada más que perder, y se despachó a su gusto, en el tantito que le quedaba de vida:
-Encima manda a otro cobarde, con cuchillo en mano. ¡Vamos a la pampa, a puño limpio, como los hombres, Pancho Maqui carajo!
La certera cuchilla de Pancho Maqui recorrió los cinco metros en un suspiro y fue a clavarse en la garganta de Carlos Manillo.
El maldito retiró con furia el puñal del cuello del finadito y lo remató picándole ambos ojos. Encima le asestó dos tajos en cruz sobre el pecho, antes de arrancarle la lengua.
De juro le enervó el atrevimiento de Manillo. Le dolería la verdad de sus palabras. Cómo no, si siempre había encontrado a  personas que en el último instante de su vida solo atinaron a implorar porque no los mataran, rogando por los hijos pequeños, por la mujer.

4
 CUANDO REGRESÉ  DEL PANTEÓN, cayendo la tarde, entré a casa un poco témido porque no había hecho caso a mi madre. La encontré lavando las heridas de mi padre todavía muerto. Al acercarme me alejó con un puñete en el brazo que no me dolió,  pero que yo  debía entender como: “Sal de acá vos; ¿no ves que te entrometes en mi labor de esposa abnegada?”, o: “Muchacho malcriado, te mandaste mudar sin mi consentimiento”. Cualquiera de esas dos cosas encajaba para el momento. Era la lengua a la que me había acostumbrado desde que empezaron a traer a mi padre. Quién sabe era su modo de desquitarse por todo lo que padecíamos por él.
La luz colorada del final de esa tarde daba un aspecto medio feo al cuerpo de mi padre, echado como estaba sobre la tarima del corredor. Como en otras veces, yo reparaba de lejitos cómo se recordaba de su muerte; cómo la mata de heridas cicatrizaba daz ante mi vista, antes de que abriera sus ojos, lentamente, como se recuerda uno de un sueño cuando no hay un apuro. De juro las primeras veces se sorprendería de verse nuevamente vivo; se tantearía el cuerpo y se alegraría de sólo tener cicatrices; o quizás renegaría; cómo sería.
Después de estar un rato sentado, pensativo, se levantaba, medio mareado, y se ponía la ropa limpia que mi madre dejaba a su lado; después se iba derechito a la cocina, en donde encontraba siempre la taza de café y las tres cachangas asadas que ella le dejaba servido. “Aquí termina mi papel de esposa”, la escuché murmurar una vez cuando se metía a su cuarto.
Yo esperaba que saliera de la cocina y se sentara a contemplar los animales, como siempre lo hacía después de tomar su café, para acercarme donde él y hablarle de lo que se me ocurría en el momento. Sabía que no me escuchaba, pero me contentaba con estar un ratito a su lado.   Así, en esas, no tuve nunca la valentía de pedirle que dejara de matar a tanto pobrecito; qué iba a hacer caso a una criatura de diez años. Aunque, a decir verdad, más me preocupó estar un tantito haciéndole la compaña que meterme en sus cosas.

5
ANTE TANTA INSISTENCIA del griterío que venía del exterior, Antonino el Errante hizo alto con la mano y Ángel Cuete que hacía de barbero esa mañana en su casa, tuvo que apartarse. El Errante se sacudió la barba recién recortada, se aliñó el pelo hirsuto y pidió que entrara un delegado de la turba alborotada. Se presentó Fico Amaya: “Usted sabe bien que por su lado estamos contentísimos, Errante, porque tenemos en usted a nuestro santo propio, a despecho de otros que nos envidian porque no tienen a un sanador de animales y de cristianos, a un hombre que instruye con sabiduría en cosechas y en conflictos humanos, a la persona que infunde paz con su sola presencia, en fin, qué más puedo decir; la palabra quedaría chica para ponderar sus bienaventuranzas. Lo malo es que este regalo de Dios que es usted y todas las cosas buenas que ha traído a nuestro pueblo y a otros cercanos, se están viendo empañadas por las atrocidades de Pancho Maqui. Todo el mundo nos achaca sus matanzas tan solo porque es del pueblo, y ya tenemos mala fama. Es como si el propio diablo se hubiera refundido en nuestra bendecida tierra. Es por eso que queremos una justicia, en su caso, divina… digamos. Porque la terrenal ha sido hasta ahora incompetente. La Guardia local logra pescar a Maqui pero daz lo suelta, por falta de pruebas dizque. Nadie quiere atestiguar para hacerle una demanda legal, porque saben que no podría ver la luz del día siguiente. Tampoco en Otuzco saben qué hacer, después de tenerlo buen tiempo, por falta de pruebas dizque también,  y no lo mandan a Trujillo porque no quieren darse a conocer como serranos ineptos e incapaces, sin muñeca para resolver sus propios casos. De tal forma que el maldito está siempre libre y listo para cometer su próxima fechoría.
Antonino  el Errante dijo que no iba a castigar a nadie porque no tenía la potestad de hacerlo, pero cerró los ojos unos instantes. Al abrirlos, sentenció: “El castigo se lo va a imponer él mismo”. El tumulto se fue perplejo pero asombrosamente en paz.
Nadie comprendió nada ese día. Ni cuando supimos lo que pasó cuando los  hijos del finado Carlos Manillo lograron tener entre sus manos al jijuna del Pancho Maqui y vengaron a su regalado gusto la muerte de su padre, porque despacharon al Maqui no solo una, sino las veces que quisieron, incluso después de tenerlo bien muerto. Dizque Pancho Maqui volvía a la vida como si se recordara de un sueño, y a los Manillo también les volvía la cólera de verlo vuelta vivo; por eso lo remataron al pobre hasta cansarse.
Ni por esas nos dimos cuenta de que Pancho Maqui tuvo desde esa vez su penitencia bien merecida: el tormento de la muerte sin término, que no lo dejaría libre en lo que le quedó de vida, si es que algún día acabó de vivirla.

6
MÁS O MENOS fue así como es que mi padre volvió a la casa después de mucho tiempo, según me contó mi madre:
-Otra vez estoy por acá, Simona. Ojalá me recibieras- dijo mi padre apenas mi madre abrió la puerta. 
Ella no se sorprendió mucho ante su aparición y le contestó inmediatamente:
-Menos mal que no has olvidado que esta es tu casa y que tienes un hijo.
Fueron las palabras que había guardado para ese momento; lo dijo claro y fuerte porque quería que se grabara lo único que le diría de ahí en adelante. Mi padre tomó sus palabras como una aceptación y terminó de entrar, con maletas a cuestas.
“Te voy a decir cómo fueron las cosas”, me dijo mi madre ese día. “Creo que a tu edad ya puedes entender”. Me hizo sentir importante, a mis diez años. De juro buscaba que tomara parte, de una vez, para aclarar mis sentimientos. Y entonces me contó lo que aconteció antes de que mi padre nos abandonara. Terminé confundido: no pude comprender cómo es que estando bien con mi padre, con el que se había casado “de palma y corona” y fue fiel, modosa y obediente (por consejo de la abuela), él, de un momento a otro y sin que ella le diera motivo alguno, se fuera de la casa sin dar ninguna explicación ni considerar que yo andaba en brazos todavía; y que encima de todo ella no dijera nada, hasta se sintió libre parece; no se dio a la pena y más bien se dio íntegra a la costura, el oficio heredado de la familia, y a criarme, como si no hubiese pasado nada. No me contó lo que me enteré después: la estadía de mi padre en el potrero, viviendo de los rodeos a su manera (encerraba animales sin dueño y los devolvía por un alto pago a sus propietarios, resolviendo con arma a aquellos que se negaban a pagar) y asaltando y robando de diario a los arrieros que bajaban a la costa con sus animales o quitando su plata a los obreros de la  minera los fines de semana. 
 Esa época, recuerdo, cada uno andaba por su lado, sin ni siquiera topetarse. Mi madre ocupaba el cuarto que mis abuelos tomaban en sus visitas y mi padre el principal, el que alguna vez compartieron de casados. Algunos años después, comprendí que ella había aceptado su regreso (y todo lo que padeció por su culpa) como una orden que le imponía el yugo matrimonial.
Sin embargo, esa mudez que mi madre mantuvo casi medio año (el tiempo que mi padre llevaba en la casa) y que usaba creo como una manera de desquitarse por lo que él le hizo, se le descontroló y explotó en una alegría que ya no pudo contener porque creyó que su silencio deliberado era demasiado para prueba y que su hombre esta vez había venido a quedarse para siempre. En una semana cambió por otras de tela floreada las viejas cortinas heredadas de los abuelos y por unas de madera maciza las puertas deformadas por la humedad; hizo agrandar la ventana que daba a la calle y construyó y blanqueó una pirca alta en el corral para detener a los animales que aparecían por la sala de visita; mandó encalar las paredes desde la sala hasta la cocina y cambió la loseta del corredor, dejando la huayancha para desaguar las lluvias. Creo que se gastó todos los ahorros de sus trabajos de costura guardados todos esos años. Fue una actitud que decía de lo bien que se sentía de los dientes para adentro. Por esos días me dijo con el brillo de la alegría en los ojos, que solo vi esa única vez: “Ahora ya tienes a tu papá verdadero”, acordándose de mi costumbre de decir “papá falso” a mi abuelo.
Mi padre se volvió más cariñoso con yo; me esperaba a la vuelta de la escuela y me atendía de seguido; me sacaba a pasear, me conversaba. Mi madre poco a poco se acercaba a acompañarnos a la mesa, y ya empezaba a contestar con un no o con un sí a las preguntas o comentarios de mi padre.
Cuando parecía que todo se iba a recomponer en mi familia, mi padre volvió a irse, sin explicar nada, como la primera vez.
De juro se alejó para no perjudicarnos con sus problemas y también para despistar a aquellos que lo buscaban para arreglar cuentas.
 Al poco tiempo, mi padre volvería a la casa, y muchas veces más, algunas por su propia cuenta y otras, muy de vez en cuando, por gente caritativa que nos daban el aviso al verlo por ahi botado, muerto, mosqueándose, puro heridas, purito sangre todo el cuerpo.

7
            AHÍ NOMÁS, ENTERADOS de que los Manillo tenían matando a sus anchas a Pancho Maqui en la Curva del Diablo, a la entrada del pueblo, llegaron los Pecho a tomar su parte por la muerte del menor de sus hermanos, conocido con el pretencioso pero bien ganado nombre de Juan Gilas, una muerte más en la cruenta e interminable lista de Pancho Maqui, ordenada esta vez por el Mocho Vásquez.
Todo Salpo sabía que el Mocho andaba muy presumido desde que  Homero Arias, el dueño de la minera “La Oficina”, le había hecho saber el especial interés de su hijo por su bella hija. Mocho Vásquez se relamía saboreando componendas futuras, con la seguridad de quien va a emprender el negocio de su vida. Sabía que su hija era el mejor prospecto de esposa para el codiciado Homero Arias hijo, no en vano había sido reina de la Primavera por tres años consecutivos. El destino le fue propicio en gran medida y fortuna al casamentero Mocho Vásquez. Homero Arias padre había mandado llamar a su hijo para calibrar su disposición en la administración de la minera previendo una ulterior posesión, en su calidad de único y directo heredero. Para esto, exigió que su hijo se quedara por lo menos un mes, para ver si se acostumbraba a estas tierras; la mina no podía manejarse sino en el lugar mismo y era mejor que se fuera acostumbrando.  A Homero Arias hijo sólo le fueron suficientes dos días para anunciar a su padre que no quería saber nada con Lima, que se quedaba en Salpo; el pueblo rebasaba todas sus expectativas; le había encantado sus amaneceres, el sol a las seis de la mañana, el canto de los pájaros a la hora del desayuno, la vespertina procesión de las bestias a su regreso de las chacras, las noches realmente estrelladas, la cortesía de la gente, todo, todo le parecía un paraíso. Qué diferente Lima: tan llena de cemento y smog y chiquillas huecas. Sin embargo, la emoción de muchacho enamorado le hizo confesar ese mismo día que su verdadera razón tenía nombre de mujer, pues en el segundo día quiso el destino ponerle en su camino a la chica que solo vio en sueños, cuyo nombre, de por sí, le parecía subyugante y poético: Cantarina. El padre asintió a las razones del hijo, con tal de que se quedara por estas tierras, y si era desde ahora, mucho mejor; poco le importó que dejara el Recoleta de Lima en el último año de secundaria, para terminarla en el Virgen de las Mercedes de Salpo.  No cabía de contento; la inquietud que le molestó por años estaba resuelta como no se lo imaginó nunca. Siempre se había preguntado si al hijo le gustaría quedarse por estas serranías cuando tomara las riendas de la empresa; y por esas cosas del destino ya mismo quería establecerse en el pueblo.  El resto era lo más fácil; el manejo de la empresa se lo podría enseñar en una semana. Había que aprovechar la euforia amatoria del muchacho, y a lo mejor lo casaba, de una vez. ¿Por qué no? Por esta razón se puso en contacto con el padre de la jovencita. Mocho Vásquez casi se va de muelas: el mismísimo viejo Arias, para el cual trabajaba, fue una mañana a su casa y, sin mediar preámbulos innecesarios, le estaba pidiendo concertar el matrimonio de su hija con su heredero. ¡Cómo podía el Mocho negarse ante tamaña y beneficiosa proposición! Pero se hizo un poco el importante: estaba muy de acuerdo pero de todos modos tenía que consultar a su hija; en una decisión así había que hacerlo, el señor Arias, como padre, debía saberlo; pero que lo tuviera por seguro, Cantarina entendería razones y aceptaría gustosa. No paraba de saltar de alegría el Mocho, y con esa misma sonrisa de oreja a oreja le dijo a su hija que le tenía una buena noticia, que por fin ya todos los problemas económicos estaban solucionados, él ya no tendría que terminar sus días en la mina con los pulmones llenos de sílica, y sólo bastaba que ella aceptara casarse con el hijo del dueño de la minera, así de simple y fácil. ¡Qué muchacha no quisiera casarse con el jovencito ese¡ Cantarina tomó con calma la novedad y sólo se alzó de hombros; no quiso interrumpir, por el momento, el regocijo de su padre. Mantuvo su calma y su silencio algunos días más, hasta que escuchó decir a su padre que se iba donde el señor Arias para formalizar la boda. No tuvo entonces más remedio que decirle que su corazón ya tenía dueño. El Mocho, con la alegría que todavía le duraba desde la noticia del casorio, dijo muy tranquilamente que ese “dueño de su corazón” tendría que ir despidiéndose, porque ella se iba para algo serio, y si era verdad lo del enamoradito, no había ningún problema: una relación de abrazo y beso no era nada y era muy fácil de deshacer. Pero montó en cólera cuando escuchó decir a su hija que esa persona era el popular Juan Gilas. ¿Ese enamorador bueno para nada? Cantarina le aclaró que eso había quedado en el olvido porque ahora trabajaba de ayudante en el carro de los Trujillo. El Mocho reventó de la furia: ¿No veía su hija que ser dueño de una mina era mil veces mejor que ser chulío de carro? Por otro lado, si era por cuestión de amor, pues debía saber que eso venía con el tiempo. Por esos sus abuelos casaban a sus hijos por concierto, primero estaba la comodidad; ¿acaso se puede vivir de amor? A Cantarina no le quedó otra que decirle la verdad, que de todas maneras tarde o temprano se iba a enterar: su padre debía saber hoy mismo que su relación no podía deshacerse porque ya había un fruto en camino. Fue un tiro de dinamita en la cara del Mocho; el cerro de oro que hasta ese momento tenía fijado entre ceja y ceja, se hizo humo. No recriminó más a su hija, y se encerró en su cuarto por días. Homero Arias padre estaba molestísimo por esa fecha, no por la situación de la muchacha, al fin y al cabo era problema de ella y su padre, sino porque su hijo andaba como tronado desde que se había enterado de la verdad de su amada; se paraba horas de horas mirando el horizonte, sin mediar palabra, o se internaba a los socavones de las minas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza porque ya daba la noche. Así que de una buena vez decidió mandarlo de vuelta a Lima, y dio por concluido todo acuerdo con el fallido consuegro.
En un arranque de ira, viendo que el tal Juan Gilas de mierda le había malogrado todos los planes de tomar parte en la minera como uno de sus futuros dueños, Mocho Vásquez no escogió mejor camino, a su parecer, que ir donde Pancho Maqui y encargarle que propinara lo peor de su repertorio al entrometido donjuán. Tras el criminal requerimiento, el Mocho se mandó mudar llevándose a la familia entera a donde solo Dios sabía.
Los tres días de espera, el tiempo que a los Manillo les bastó para hartarse de matar a Pancho Maqui, le sirvieron a los hermanos Pecho para preparar las armas que solo su recóndita cólera pudo inspirar: palos de lloque llenito de púas aceradas, lajas largas y bien filudas que aseguraban mejor contundencia que un hacha corriente, y una roca tamañaza, capaz de triturar hasta el más oculto tuétano, que lo usarían mediante un mecanismo parecido al de la guillotina.
 Cuando los Manillo dijeron ¡basta, hasta acá llegamos!, entraron los Pecho y lo agarraron fresco fresco al Maqui. Nos les importó encontrarlo hecho leña. Decidieron matarlo como lo hizo con el pobre Juan Gilas, a quien, para sepultarlo, tuvieron que recomponer, como un rompecabezas, su cuerpo hecho pedacitos.
 Bruto esos cholos carajo, para desquitarse. Antes de pelarlo a hachazo limpio, empezaron por macerarle fieramente la carne con el lloque empuado. Sin embargo, apenas empezaron a destazarlo, se echaron para atrás, al ver que al primer tajo, en vez de sangre, asomaron, pescueceando, fila fila, una tropa de gusanos repugnantes. Demetrio Pecho dijo: “De qué vale seguir trozando a este jijunavalienta, si su cuerpo es una mierda entera por dentro”.
 No utilizaron la roca, porque pensaron que una carga de dinamita atado al cuerpo haría un mejor trabajo. Emérito Pecho, el encargado de prender el tiro, tuvo que zafarse a la carrera antes de que le cayera encima uno de los tantos trozos de carne podrida que volaron por los aires.
No se quedaron otro día más; estaban convencidos de que el destino de Pancho Maqui haría el resto. Sabían que volvería a resucitar, enterito, pero tenían la certeza de que no faltaría otro que volvería a hacerse justicia. Y Pancho Maqui reviviría el pavor y el martirio de encontrarse ante una nueva muerte, en una laya que solo la sed de venganza podría provocar, para luego volver a la vida y encontrarse con otra muerte y con otra y otra.

8
AÑOS, MI MADRE y yo vivimos con la preocupación que nos causaba esperar el regreso de mi padre. No estábamos tranquilos hasta tenerlo de vuelta. Mi madre lo disimulaba remallando un pantalón o ribeteando un poncho; yo sabía que estaba tan preocupada como yo, porque la veía que siempre pescueceaba mirando la puerta, esperando que entrara o que viniera alguien a dar la noticia del paradero de su marido.
No sabíamos cómo, de un momento a otro, se hacía humo; pero sabíamos cómo iba a regresar. De figurármelo nomá, me ponía yo a llorar, solito; sentía en carne propia los dolores, los golpes, los cortes lacerantes que padecería.
Con el tiempo, no quedó nadie que se tomara el tiempo para darnos el aviso, y si alguien aún lo hacía era para evitar que se asomara todo desnudo, a plena luz del día, y enseñara sus vergüenzas a todo mundo, con tanta criatura que había. Otras veces asomaba con la ropa rasgada limpia, con solo unas tiras de tela echadas a la espalda, todo maltrecho, el cuerpo chorreando sangre, con las heridas frescas de una muerte recién soportada, y caminando muy orondo, seguro de que nadie le echaría en cara su insolencia.
Esos tiempos ya estaba irreconocible: el ojo derecho tapado por el párpado caido, tres cortes en pura nariz, como partidas a machete, y una brecha encarnada en un lado de cara, de oreja a boca, que mostraba carne viva en su hendidura.
Yo no entendía por qué había decidido seguir en la casa y no refundirse en un lugar en donde no dieran con él. Tampoco entendía por qué seguía matando, si lo único que había conseguido fue que, una y otra vez, lo volvieran a matar, que a mi madre la tuvieran de consentidora (las mujeres decían “acepta alegremente las fechorías de su marido”) y que yo haya dejado la escuela (me miraban como apestado y con miedo, pensaban de juro que iba a matar a mis compañeros, con todo la señorita directora).
 Como mi madre nunca le recriminó nada, más que todo porque se había jurado no dirigirle nunca la palabra (esta vez sí lo cumplió), un día, mientras lo contemplaba, no aguanté y le pregunté a mi padre por qué procedía así. Él me miró y me respondió casi sin mover labios (parecía tener la respuesta  pegada en la frente): “Para qué escapar de la muerte si siempre me va a hallar en donde sea que esté”. Como antes, no hice sino aceptar su determinación; qué podía hacer.
A quien la muerte halló, y pronto, fue a mi madre. Un día fue a dormirse y la cruz que eran las atrocidades de mi padre le llegaría a pesar tanto, que ya no levantó más. Estoy seguro de que se fue derechito al cielo.


9
AHORA SOY YO quien limpia las heridas de mi padre y lo espera con su ropa limpia y su café y sus cachangas asadas.
Mi mayoría de edad ha echado a un lado  algunas costumbres de antaño (ya no voy al panteón, a la antigua morada de Antonino el Errante, por ejemplo), pero todavía sigo acompañándolo cuando va al corral a contemplar los animales. Si me pongo a esperarlo con la misma frialdad con que mi madre solía recibir la noticia de su muerte repetida, es únicamente para que la pena no me mate; qué me haría de solo estar pensando en su continuo suplicio.
Ha sido uno de estos días en que, acomodando su ropa, se me vino la idea de que ya es tiempo de hacer algo definitivo por él. Me he dicho: “Si la muerte no lo puede llevar para siempre, al menos que se lleve a otro en su lugar”.
 Este pensamiento me ha seguido todos estos días; lo tengo ahí ahí, hasta que me vence el sueño, y vuelta se me viene a la mente cuando me recuerdo por las mañanas. “Tengo que hacerlo”, me repito. Porque ya encontré la manera.

10
COMO LO HICIMOS alguna vez, años atrás, estamos yendo vuelta con Fico Amaya donde Antonino el Errante, esta vez a asentar un reclamo. Somos hartos los que lo acompañamos. De ser posible, nos pondremos a gritar pidiendo justicia para los pobladores. Ya es hora de que el Errante cambie de una buena vez el castigo que le impuso a Pancho Maqui. A eso vamos.
Hemos llegado a la casa de Marquita Blas, en donde se está hospedando Antonino. Marquita solo ha hecho pasar a Fico y a yo, Aurelio Luján, en calidad de secretario de actas del Comité de Reclamadores.
-Diosito, Jesús y su Madre la Virgen Santísima estén con vosotros- saluda Ángel Cuete- ¿Qué les trae por acá, hermanos?  
Si no fuera porque tenemos a Ángel cara a cara, no lo creeríamos: acaba de hablar con la misma voz del Errante.
-Queremos una audiencia con el santo- dice Fico, medio extrañado por la impresión.
-Pueden hablar -dice Ángel con la misma tonada del Errante-: es lo mismo con el santo que con yo.
Acabo de acordarme que Ángel Cuete es el parlante oficial del Errante; hace sus veces  desde que dio muestras de su memoria prodigiosa para captar los mensajes y decirlos tal cual, sin saltar una pausa (pero ni por esas iguala al santo, que se sabe los nombres, hasta de tres generaciones atrás, de cada uno de los miembros de la familia adonde llega). Lleva tantos años con el Errante que, se dice, hasta piensa como él. Por eso el santo deja que resuelva en su lugar algunos casos y hasta sanaciones elementales, de tal manera que le deja más tiempo para la oración. Se lo he explicado rápidamente a Fico. “Háblale, que es como si fuera el mismo Errante”, le acabo de decir.
-Qué pues- dice Fico mirando el techo; se siente medio azareado hablando a otro que no tiene enfrente-; ha pasado buen tiempo y el Maqui sigue con las mismas. Se ha vuelto curtido para la muerte y vuelve con lo mismo cada que quiere. Por eso venimos a que levante su penitencia, Errante. A ver si, ahora, hace algo para que muera de una buena vez, santito. Fíjese que ya han pasado sus buenos años.
El Errante habló por boca de Ángel Cuete:
        -No hay nada en los cielos que no se pueda hacer en la Tierra. A veces no hay más que dejar camino libre a la voluntad de los hombres. Por eso, bajo esta misma tierra yace la solución al dilema.
Inexplicablemente, se nos ha bajado todita la cólera; no sabemos cómo pero nos estamos retirando como si se nos acabara de decir: “Esta es la solución, vayan tranquilos”.
            -Solo es cosa de recapitular cada palabra, cada frase -está diciendo Fico Amaya-; con estos santos hay que estar pie con pie en lo que dicen en su lengua de griegos.



11
TORO AURELIO se da un golpe en la frente, al pasar por el sollamo que está por la Casa de Lata, a la entrada del pueblo. “Hop, carajo”, se emociona. “Ahí está la revelación: solución al dilema bajo la tierra”. No necesita acercarse al borde del sollamo para ver su profundidad; recuerda que de muchacho, con los cholos de la escuela, lanzaban piedras en este hoyo gigante y en coro contaban el tiempo que demoraban en chocar con el fondo. Era curioso porque unas veces llegaban a cincuenta pero otras, a cincuenta y tres o cincuenta y siete. No lo piensa más y va donde la casa de Fico Amaya.
 Llega y le explica su idea. “Es lo que nos ha querido decir el Errante. Sino, más que piénsalo”, le dice. La solución bajo la tierra, no es más que sepultar al maldito. Y el sollamo de la Casa de Lata se presta para el hecho.
-El sitio es aparente- no deja de emocionarse Toro Aurelio-. Lo llevamos al valienta de Maqui y lo lanzamos; lo cubrimos con tierra y necesitará años para salir, si es que puede.
Fico Amaya se queda pensativo, rascándose nerviosamente la barbilla.

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“TE LLEGÓ TU hora, Pancho Maqui”, escucho que me dicen, al momento que me agarran por detrás y ya mismo me han amarrado; son como cinco los que me han tomado; sólo estoy reconociendo a don Shefo Bocanegra. He pegado el mentón en el pecho para que no noten mucho la diferencia en los rasgos de la cara. Ahora que me han levantado la cabeza, estoy viendo también a don Aurelio Luján: “De esta sí que no sales”, me está gritando.  Por su parte, don Viche Haro también grita: “Te espera algo que ni te lo figuras, so maldito”. Estoy viendo también a Pato Benítez y José Zorrillo, que son mis contemporáneos. Yo no tengo miedo de nada; sé adónde me llevan; más bien me alegra que me sigan tomando como si yo fuera Pancho Maqui. Parece que el maquillaje ha quedado real: no han notado que es una rodaja de harina de cachanga pintado del color de la carne el párpado que tapa mi ojo, ni que la herida maloliente de la cara sea en realidad un pedazo ensangrentado de carca de vaca bien maquilladito. Tampoco me he olvidado de la nariz con sus tres rajas, que lo he moldeado también con masa de harina de cachanga. Me llevan por la calle real, mostrándome como un animal dañino recién cazado. Por mi detrás, por mi delante escucho voces entreveradas de la gente que ha salido a sus puertas a verme pasar. Forcejeo medio medio para hacer más real el asunto, cuidando de que no se me caigan los arreglos. “Amárralo fuerte, Pato, no se vaya a soltar este valienta”. “Anda, breve, da el aviso a Fico, Viche; dile que se apure con las volquetadas, mientras vamos llevando al jijuna este”. “Hoy si te guaneaste, Maqui. De esta no te salvas”, está diciéndome don Gaudencio Cerna, que no sé cómo ha resultado por acá también.



13                                                                                                         
HOMERO ARIAS no deja de dar vueltas, las manos a la espalda.
-No –vuelve a decir-, imposible; cómo crees que voy a soltar así nomás los volquetes, si mañana tengo que empezar a trabajar bien temprano.
Fico Amaya no se da por vencido (se dice para sus adentros que si ha venido y le ha costado conseguir la entrevista con el viejo Arias, no será en balde). Entonces le explica los argumentos que fue pensando camino a la minera.
 -De todo esto, usted sale ganando, señor Arias –le explica-. Porque con esta buena obra tapa la boca a las autoridades de Lima que le han echado el ojo por los relaves de sus minas que  están contaminando ríos y siembras. ¿No se da usted cuenta?
Homero Arias parece que recién le toma seriedad al asunto.
-No tendrán ni cómo para echar en cara nada –prosigue Fico Amaya-. Al contrario, el pueblo estaría a su favor, porque ese sollamo a la entrada del pueblo da mal aspecto, y tapado dejará de ser un peligro permanente. Hasta podríamos construir una canchita en la pampa que quedaría. Ponemos una placa de su minera como benefactora, bien grande. ¿Qué dice usted?
-Está bien, está bien –refunfuña Homero Arias-. Tendrán los cincuenta volquetes, con tierra cada uno, y encima unos tiros de dinamita para que bajen un poco la peña y lo tapen por completo. Solo me dan el aviso. Los voy a tener listecitos.

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ME HAN TRAÍDO a la Casa de Lata. La gente está allí, hay hartoniles, parece que daz se han anoticiado. Todos miran en dirección al sollamo: allí estoy, en el borde mismo, sujetado por unas sogas. Todo está saliendo bien. Me tirarán  pensando que soy Pancho Maqui y asunto arreglado. No me da miedo morir. Al contrario, me alegra hacerlo por mi padre. Aunque no me lo agradezca. Es lo que le dije cuando le conté mi plan: “No quiero que me agradezca lo que voy a hacer por usted, padre. Solo quiero que se vaya lejos, hasta la Costa, si es posible. Hágame caso. No por yo, sino por la finadita de mi madre”. Esta vez, como nunca, me miró a los ojos. No me dijo nada, pero se dio media vuelta; agarró sus cosas y salió. Era suficiente para saber que esta vez había entrado en razón. Adónde estará ahora. Me matan a yo creyendo que han matado para siempre a Pancho Maqui, y será una gran calma para todos, sobre todo para  mi padre y para yo. La gente quiere ver ya a Pancho Maqui en el fondo del sollamo. Lo están pidiendo, en coro. No saben que la orden se va a dar cuando vengan las camionetas con la tierra. Sé todo lo que va a pasar. Desde mucho antes de que me atraparan. Fue don Ángel Cuete quien me puso al tanto de todo, no sé por qué. Pero me sirvió de mucho. Por eso, cuando me pasó la voz que Fico Amaya venía a sacar a mi padre para ajusticiarlo, me apresuré en ejecutar mi idea. Y salió tal cual. Apenas mi padre dejó la casa, me puse su ropa y los maquillajes que me hicieran quedar igualito a las trazas de su cara, más que todo. Todavía me sobró tiempo para esperar. Viendo que por fin se acercaban, salí como yéndome para arriba, como irme al barrio La Loma; me hice el que los aguaité y pegué la carrera. Fue ahí que me cogieron.

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FILA FILA, LAS camionetas con la tierra se ha asomado y ya están alineadas. Ahí mismo el brazo en alto de Fico Amaya da inicio a todo. En lo que han empezado a reventar los tiros de dinamita y ya está cayendo harta piedra al sollamo, se ha presentado Emérito Pecho, todo agitado. Levantando las manos, grita que paren, que no es mi padre a quien están por aventar.
Es demasiado tarde: todos escuchan su voz de alerta cuando ya me han empujado y voy cayendo al fondo. “¡Han matado al hijo! ¡Pancho Maqui está en su casa, lo acabo de ver! Vayamos para allá”, retumba otra vez la voz de Emérito, pero yo la escucho quedito desde acá abajo, tirado como estoy en el fondo pedregoso de la oquedad. Algunos se estarán asomando a ver mi cuerpo, pero no verán más que la polvareda de la tierra que está tapando el sollamo.
Debe ser cierto que mi padre ha regresado a la casa. Sus razones habrá tenido para hacerlo. Estarán yendo para allá, pues, toda esta gente, con sus cuchillas y machetes, azadas y picotas, y lo encontrarán en el corral, contemplando sus animales. Y ya se sabe lo que le harán. Yo ya no podré hacer nada, menos ahora que estoy sepultado bajo harta tierra y piedra. Pero algo me alegra: desde ahora podré acompañar a mi padre todas las tardes, con más  tranquilidad, casi entrando la noche, hora en que, dicen, las almitas salen a proteger a los suyos.

1 comentario:

Eduardo Rodríguez dijo...

Felicitaciones excelente cuento. Es bueno encontrar personas que aún tengan el interés por escribir... aunque a veces pareciera que no existieran. Tiene mucho de Rulfo. Saludos.