A tres años de ser conocido es ya tiempo de subirlo. Se trata de mi ya famoso cuento "El hombre que tenía medio morir", que se hizo merecedor al Copé de Plata (segundo puesto entre casi mil ochocientos participantes), y que supe hace unos días se "peleó codo a codo el primer lugar", según palabras del poeta Santiago Aguilar, quien lo sabía por boca de uno de los jurados. Obtuve un premio de polendas y creo que voy a morir tranquilo con eso, aunque a mis hijos les había dicho que me iría alegre a la tumba si quedaba entre los quince finalistas, cuando aún no se daban a conocer los resultados. Lo gracioso es que no se lo había dado a conocer a nadie más que a ellos y a mi mujer. Nadie sabía que me lanzaba al mejor concurso de cuentos que hay en el Perú y que ya es de participación internacional (en la versión del 2010 en la que participé, entre los finalistas hay un boliviano y una mexicana) y es el que ofrece el mayor monto para sus premiados (me llevé 15 mil soles). Tampoco nadie sabía que era el concurso al que quería participar desde 1980, cuando se me metió el bicho de ser escritor. Treinta años después lo conseguía. Desde luego, tras una lucha constante de escritura y de lectura. Pero de todo, lo que más me insuflaba de orgullo era que el tema del cuento está ambientado en Salpo, el lugar donde nacieron mis padres y del que me quedé prendado cuando a los dieciséis años lo conocí realmente (mi madre me contaba que me había llevado a los 4, 5 años), y me quedé a vivir allí casi un año, en 1979. La historia solo tiene de verdadero los nombres de los personajes (de mis primos, tíos, amigos) y los lugares, porque es fantasiosa la trama: cómo puede ser posible que un hombre pudiera revivir para volver a padecer una nueva muerte, y todo por obra del 'santo' Antonino, un personaje popular del pueblo, un errante de quien solo se sabe que era de Cogón, un lugar aledaño al pueblo, y que, según mi madre, 'se quedaba en el panteón, junto a la tumba de su madre'. La historia, hasta ahora, no deja de sobrecoger, y muchos creen que el nombre de Salpo es inventado (me lo preguntaron lectores de Puno y Arequipa) y que no puede ser posible que el nombre del personaje "Angel Cuete" sea real; no me creen, quienes me lo han preguntado, que es el nombre de mi tío Angel Guevara, que lleva el apelativo porque es el único de los Guevara que siguió con la tradición pirotécnica del padre de mi abuelo: Francisco Guevara "el mejor pirotécnico de Salpo", tal cual lo pongo en el cuento. Como también el nombre de Pancho Maqui (el hombre que tenía medio morir) lo extraje de la memoria de mi madre, que tiene que ver mucho con mis historias, de quien tomé las anécdotas, frases y modismos del lugar para tejer toda la trama de mis cuentos, hasta ahora todos (unos nueve) ambientados en Salpo. He aquí "El hombre que tenía medio morir".
EL
HOMBRE QUE TENÍA MEDIO MORIR
In
Memoriam H.L.
1
ME
PASABA QUE estaba yo siempre al lado de mi madre cada que venían a avisarnos
que a mi padre lo habían matado otra vez. Y con ella a su lado, tenía que ser
igual de temple ante esta misma noticia. Esa tarde, después del almuerzo,
estábamos pues en la cocina. Yo me entretenía removiendo con un palito el
rescoldo del fogón y ella, más acá allá, arreglaba el cuyero una vez más. Así
estábamos, cuando escuchamos ladrar los perros, y que gritaban: “Doña Simona,
doña Simona”. Mi madre me hizo una señal con la cabeza, y antes de que bajara
yo a ver quién era, se presentó don Napo Venegas. “Dicen que a su marido lo han
hallado esta vez en la Loma de Ocas, doña Simonita”. Mi madre terminó de
encimar un adobe y respondió, sin mirarle a los ojos: “Ya”. Y continuó con su
faena.
-No
se olvide usted de llevar una frazadita, que el finadito está en todo el aire,
y casi desnudo- aclaró don Napo.
Y mi
madre volvió a decir “Ya”.
Yo
quise salir en ese momento, pero debía esperar la siguiente señal de mi madre.
Otra vez, aguantaba mi desesperación y mi llanto. Quería mucho a mi padre y me
daban mucha pena sus muertes, cada una como si fuera la primera vez. No podía
odiarlo, a pesar de lo que era: un matón a sueldo que despachaba sin piedad a
tanto cristiano inocente.
Esa
vez, recuerdo, no esperé la orden de mi madre y salí puerta afuera, llorando.
2
NO
FUI A VER el cuerpo de mi padre. Fui al panteón, donde la casa de Antonino el
Errante. Todavía llorando, grité con todas mis fuerzas:
-¡Levante
ya la penitencia que echó sobre mi padre, Errante! ¡Dejeló, para que muera como cualquier particular, como todo
cristiano¡ ¡Él necesita su descanso! ¡Acabe con su padecimiento, Antonino¡
Terminé
de rodillas sobre el pasto, gimiendo. El eco de mi voz rebotaba aún entre los
cerros. Sabía que Antonino el Errante ya no vivía en el panteón, pero así y todo
me iba hasta allá a descargar mi cólera, a esa choza que había levantado al
lado de la tumba de su madre, en la que habitó gran parte de su vida, hasta que
empezó con su peregrinación y sus sanaciones.
Muchas
veces fui donde esa casita (cuando todavía quedaban dos vigas de eucalipto caidas y unos pedazos de calamina), el
único sitio en donde pude encarar a Antonino cuantas veces quise, y solo dejé
de ir, años más tarde, ya mayor, porque
además ya no pude orientarme en medio del pasto tupido y la tierra de la pampa,
que terminaron por sepultar toda huella de la vida del Errante entre tumbas y
peanas.
Antes,
en una de las primeras veces en que mi padre empezó a padecer sus muertes
repetidas, me presenté donde el Errante, tan pronto caí en la cuenta de que era
el promotor de su desgracia. Pude apenas hacerme un campo entre el séquito que
solía acompañarlo en sus peregrinaciones. Le reclamé por la penitencia impuesta
a mi padre.
-El
padecimiento se lo busca él mismo, hijo de Pancho Maqui, nieto de Andrés Guevara,
el mejor pirotécnico de Salpo -me dijo-. Si tu padre dejara de matar, sólo
entonces podrá descansar.
No
le repliqué nada; la razón le asistía al Errante. Por eso ya no volví a decirle
nada las veces que lo volví a ver.
Sólo
me quedaba ir a sosegar mi ira donde su choza abandonada. Más no podía hacer.
Porque mi padre no tenía cuándo dejar, ni dejaría nunca, esa manía jijuna de
andar matando a la gente por puro gusto.
3
-¡SOY
PANCHO MAQUI! ¡Prepárate para morir!
Dicen
que Carlos Manillo supo qué hacer, apenas lo vio asomarse. Lo había estado
esperando, después de que Obdulio Cerna, viéndose perdido en la discusión por
un mal trazo de límites, se alejó echando una advertencia que no era otra cosa
que una sentencia de muerte: “Entonces, te entenderás con el Pancho Maqui”.
Como ya estaba medio preparado para la
situación que se estaba dando, el finadito Carlos Manillo tuvo la osadía de
responderle:
-Es
un cobarde quien te envía, Maqui, porque manda a su indiada a arreglar un
simple lío de tierras.
Sabía
que no tenía nada más que perder, y se despachó a su gusto, en el tantito que
le quedaba de vida:
-Encima
manda a otro cobarde, con cuchillo en mano. ¡Vamos a la pampa, a puño limpio,
como los hombres, Pancho Maqui carajo!
La
certera cuchilla de Pancho Maqui recorrió los cinco metros en un suspiro y fue
a clavarse en la garganta de Carlos Manillo.
El
maldito retiró con furia el puñal del cuello del finadito y lo remató picándole
ambos ojos. Encima le asestó dos tajos en cruz sobre el pecho, antes de arrancarle
la lengua.
De
juro le enervó el atrevimiento de Manillo. Le dolería la verdad de sus
palabras. Cómo no, si siempre había encontrado a personas que en el último instante de su vida
solo atinaron a implorar porque no los mataran, rogando por los hijos pequeños,
por la mujer.
4
CUANDO REGRESÉ
DEL PANTEÓN, cayendo la tarde, entré a casa un poco témido porque no había hecho caso a mi madre. La encontré lavando
las heridas de mi padre todavía muerto. Al acercarme me alejó con un puñete en
el brazo que no me dolió, pero que
yo debía entender como: “Sal de acá vos;
¿no ves que te entrometes en mi labor de esposa abnegada?”, o: “Muchacho
malcriado, te mandaste mudar sin mi consentimiento”. Cualquiera de esas dos
cosas encajaba para el momento. Era la lengua a la que me había acostumbrado
desde que empezaron a traer a mi padre. Quién sabe era su modo de desquitarse
por todo lo que padecíamos por él.
La
luz colorada del final de esa tarde daba un aspecto medio feo al cuerpo de mi
padre, echado como estaba sobre la tarima del corredor. Como en otras veces, yo
reparaba de lejitos cómo se recordaba de su muerte; cómo la mata de heridas
cicatrizaba daz ante mi vista, antes
de que abriera sus ojos, lentamente, como se recuerda uno de un sueño cuando no
hay un apuro. De juro las primeras veces se sorprendería de verse nuevamente
vivo; se tantearía el cuerpo y se alegraría de sólo tener cicatrices; o quizás
renegaría; cómo sería.
Después
de estar un rato sentado, pensativo, se levantaba, medio mareado, y se ponía la
ropa limpia que mi madre dejaba a su lado; después se iba derechito a la
cocina, en donde encontraba siempre la taza de café y las tres cachangas asadas que ella le dejaba
servido. “Aquí termina mi papel de esposa”, la escuché murmurar una vez cuando
se metía a su cuarto.
Yo
esperaba que saliera de la cocina y se sentara a contemplar los animales, como
siempre lo hacía después de tomar su café, para acercarme donde él y hablarle
de lo que se me ocurría en el momento. Sabía que no me escuchaba, pero me
contentaba con estar un ratito a su lado.
Así, en esas, no tuve nunca la valentía de pedirle que dejara de matar a
tanto pobrecito; qué iba a hacer caso a una criatura de diez años. Aunque, a
decir verdad, más me preocupó estar un tantito haciéndole la compaña que
meterme en sus cosas.
5
ANTE
TANTA INSISTENCIA del griterío que venía del exterior, Antonino el Errante hizo
alto con la mano y Ángel Cuete que hacía de barbero esa mañana en su casa, tuvo
que apartarse. El Errante se sacudió la barba recién recortada, se aliñó el
pelo hirsuto y pidió que entrara un delegado de la turba alborotada. Se
presentó Fico Amaya: “Usted sabe bien que por su lado estamos contentísimos,
Errante, porque tenemos en usted a nuestro santo propio, a despecho de otros
que nos envidian porque no tienen a un sanador de animales y de cristianos, a
un hombre que instruye con sabiduría en cosechas y en conflictos humanos, a la
persona que infunde paz con su sola presencia, en fin, qué más puedo decir; la
palabra quedaría chica para ponderar sus bienaventuranzas. Lo malo es que este
regalo de Dios que es usted y todas las cosas buenas que ha traído a nuestro
pueblo y a otros cercanos, se están viendo empañadas por las atrocidades de
Pancho Maqui. Todo el mundo nos achaca sus matanzas tan solo porque es del
pueblo, y ya tenemos mala fama. Es como si el propio diablo se hubiera
refundido en nuestra bendecida tierra. Es por eso que queremos una justicia, en
su caso, divina… digamos. Porque la terrenal ha sido hasta ahora incompetente.
La Guardia local logra pescar a Maqui pero daz lo suelta, por falta de pruebas
dizque. Nadie quiere atestiguar para hacerle una demanda legal, porque saben
que no podría ver la luz del día siguiente. Tampoco en Otuzco saben qué hacer,
después de tenerlo buen tiempo, por falta de pruebas dizque también, y no lo mandan a Trujillo porque no quieren
darse a conocer como serranos ineptos e incapaces, sin muñeca para resolver sus
propios casos. De tal forma que el maldito está siempre libre y listo para
cometer su próxima fechoría.
Antonino el Errante dijo que no iba a castigar a nadie
porque no tenía la potestad de hacerlo, pero cerró los ojos unos instantes. Al
abrirlos, sentenció: “El castigo se lo va a imponer él mismo”. El tumulto se
fue perplejo pero asombrosamente en paz.
Nadie
comprendió nada ese día. Ni cuando supimos lo que pasó cuando los hijos del finado Carlos Manillo lograron
tener entre sus manos al jijuna del Pancho Maqui y vengaron a su regalado gusto
la muerte de su padre, porque despacharon al Maqui no solo una, sino las veces
que quisieron, incluso después de tenerlo bien muerto. Dizque Pancho Maqui
volvía a la vida como si se recordara de un sueño, y a los Manillo también les
volvía la cólera de verlo vuelta vivo; por eso lo remataron al pobre hasta
cansarse.
Ni
por esas nos dimos cuenta de que Pancho Maqui tuvo desde esa vez su penitencia
bien merecida: el tormento de la muerte sin término, que no lo dejaría libre en
lo que le quedó de vida, si es que algún día acabó de vivirla.
6
MÁS
O MENOS fue así como es que mi padre volvió a la casa después de mucho tiempo,
según me contó mi madre:
-Otra
vez estoy por acá, Simona. Ojalá me recibieras- dijo mi padre apenas mi madre
abrió la puerta.
Ella
no se sorprendió mucho ante su aparición y le contestó inmediatamente:
-Menos
mal que no has olvidado que esta es tu casa y que tienes un hijo.
Fueron
las palabras que había guardado para ese momento; lo dijo claro y fuerte porque
quería que se grabara lo único que le diría de ahí en adelante. Mi padre tomó
sus palabras como una aceptación y terminó de entrar, con maletas a cuestas.
“Te
voy a decir cómo fueron las cosas”, me dijo mi madre ese día. “Creo que a tu
edad ya puedes entender”. Me hizo sentir importante, a mis diez años. De juro
buscaba que tomara parte, de una vez, para aclarar mis sentimientos. Y entonces
me contó lo que aconteció antes de que mi padre nos abandonara. Terminé
confundido: no pude comprender cómo es que estando
bien con mi padre, con el que se había casado “de palma y corona” y fue fiel, modosa y obediente (por consejo de la abuela),
él, de un momento a otro y sin que ella le
diera motivo alguno, se fuera de la casa sin dar ninguna explicación ni
considerar que yo andaba en brazos todavía; y que encima de todo ella no dijera
nada, hasta se sintió libre parece; no se dio a la pena y más bien se dio
íntegra a la costura, el oficio heredado de la familia, y a criarme, como si no
hubiese pasado nada. No me contó lo que me enteré después: la estadía de mi
padre en el potrero, viviendo de los rodeos a su manera (encerraba animales sin
dueño y los devolvía por un alto pago a sus propietarios, resolviendo con arma
a aquellos que se negaban a pagar) y asaltando y robando de diario a los
arrieros que bajaban a la costa con sus animales o quitando su plata a los
obreros de la minera los fines de semana.
Esa época, recuerdo, cada uno andaba por su
lado, sin ni siquiera topetarse. Mi madre ocupaba el cuarto que mis abuelos
tomaban en sus visitas y mi padre el principal, el que alguna vez compartieron
de casados. Algunos años después, comprendí que ella había aceptado su regreso
(y todo lo que padeció por su culpa) como una orden que le imponía el yugo
matrimonial.
Sin
embargo, esa mudez que mi madre mantuvo casi medio año (el tiempo que mi padre
llevaba en la casa) y que usaba creo como una manera de desquitarse por lo que
él le hizo, se le descontroló y explotó en una alegría que ya no pudo contener
porque creyó que su silencio deliberado era
demasiado para prueba y que su hombre esta vez había venido a quedarse para
siempre. En una semana cambió por otras de tela floreada las viejas cortinas
heredadas de los abuelos y por unas de madera maciza las puertas deformadas por
la humedad; hizo agrandar la ventana que daba a la calle y construyó y blanqueó
una pirca alta en el corral para detener a los animales que aparecían por la
sala de visita; mandó encalar las paredes desde la sala hasta la cocina y
cambió la loseta del corredor, dejando la huayancha
para desaguar las lluvias. Creo que se gastó todos los ahorros de sus trabajos
de costura guardados todos esos años. Fue una actitud que decía de lo bien que
se sentía de los dientes para adentro. Por esos días me dijo con el brillo de
la alegría en los ojos, que solo vi esa única vez: “Ahora ya tienes a tu papá verdadero”, acordándose de mi
costumbre de decir “papá falso” a mi abuelo.
Mi
padre se volvió más cariñoso con yo; me esperaba a la vuelta de la escuela y me
atendía de seguido; me sacaba a pasear, me conversaba. Mi madre poco a poco se
acercaba a acompañarnos a la mesa, y ya empezaba a contestar con un no o con un
sí a las preguntas o comentarios de mi padre.
Cuando
parecía que todo se iba a recomponer en mi familia, mi padre volvió a irse, sin
explicar nada, como la primera vez.
De
juro se alejó para no perjudicarnos con sus problemas y también para despistar
a aquellos que lo buscaban para arreglar cuentas.
Al poco tiempo, mi padre volvería a la casa, y
muchas veces más, algunas por su propia cuenta y otras, muy de vez en cuando,
por gente caritativa que nos daban el aviso al verlo por ahi botado, muerto, mosqueándose, puro heridas, purito sangre todo
el cuerpo.
7
AHÍ NOMÁS, ENTERADOS de que los Manillo tenían matando a
sus anchas a Pancho Maqui en la Curva del Diablo, a la entrada del pueblo,
llegaron los Pecho a tomar su parte por la muerte del menor de sus hermanos,
conocido con el pretencioso pero bien ganado nombre de Juan Gilas, una muerte
más en la cruenta e interminable lista de Pancho Maqui, ordenada esta vez por
el Mocho Vásquez.
Todo
Salpo sabía que el Mocho andaba muy presumido desde que Homero Arias, el dueño de la minera “La
Oficina”, le había hecho saber el especial interés de su hijo por su bella
hija. Mocho Vásquez se relamía saboreando componendas futuras, con la seguridad
de quien va a emprender el negocio de su vida. Sabía que su hija era el mejor
prospecto de esposa para el codiciado Homero Arias hijo, no en vano había sido
reina de la Primavera por tres años consecutivos. El destino le fue propicio en
gran medida y fortuna al casamentero Mocho Vásquez. Homero Arias padre había
mandado llamar a su hijo para calibrar su disposición en la administración de
la minera previendo una ulterior posesión, en su calidad de único y directo
heredero. Para esto, exigió que su hijo se quedara por lo menos un mes, para
ver si se acostumbraba a estas tierras; la mina no podía manejarse sino en el
lugar mismo y era mejor que se fuera acostumbrando. A Homero Arias hijo sólo le fueron
suficientes dos días para anunciar a su padre que no quería saber nada con
Lima, que se quedaba en Salpo; el pueblo rebasaba todas sus expectativas; le había
encantado sus amaneceres, el sol a las seis de la mañana, el canto de los
pájaros a la hora del desayuno, la vespertina procesión de las bestias a su
regreso de las chacras, las noches realmente estrelladas, la cortesía de la
gente, todo, todo le parecía un paraíso. Qué diferente Lima: tan llena de
cemento y smog y chiquillas huecas.
Sin embargo, la emoción de muchacho enamorado le hizo confesar ese mismo día
que su verdadera razón tenía nombre de mujer, pues en el segundo día quiso el
destino ponerle en su camino a la chica que solo vio en sueños, cuyo nombre, de
por sí, le parecía subyugante y poético: Cantarina. El padre asintió a las
razones del hijo, con tal de que se quedara por estas tierras, y si era desde
ahora, mucho mejor; poco le importó que dejara el Recoleta de Lima en el último año de secundaria, para terminarla en
el Virgen de las Mercedes de
Salpo. No cabía de contento; la
inquietud que le molestó por años estaba resuelta como no se lo imaginó nunca.
Siempre se había preguntado si al hijo le gustaría quedarse por estas serranías
cuando tomara las riendas de la empresa; y por esas cosas del destino ya mismo
quería establecerse en el pueblo. El
resto era lo más fácil; el manejo de la empresa se lo podría enseñar en una
semana. Había que aprovechar la euforia amatoria del muchacho, y a lo mejor lo
casaba, de una vez. ¿Por qué no? Por esta razón se puso en contacto con el
padre de la jovencita. Mocho Vásquez casi se va de muelas: el mismísimo viejo
Arias, para el cual trabajaba, fue una mañana a su casa y, sin mediar
preámbulos innecesarios, le estaba pidiendo concertar el matrimonio de su hija
con su heredero. ¡Cómo podía el Mocho negarse ante tamaña y beneficiosa
proposición! Pero se hizo un poco el importante: estaba muy de acuerdo pero de
todos modos tenía que consultar a su hija; en una decisión así había que
hacerlo, el señor Arias, como padre, debía saberlo; pero que lo tuviera por
seguro, Cantarina entendería razones y aceptaría gustosa. No paraba de saltar
de alegría el Mocho, y con esa misma sonrisa de oreja a oreja le dijo a su hija
que le tenía una buena noticia, que por fin ya todos los problemas económicos
estaban solucionados, él ya no tendría que terminar sus días en la mina con los
pulmones llenos de sílica, y sólo bastaba que ella aceptara casarse con el hijo
del dueño de la minera, así de simple y fácil. ¡Qué muchacha no quisiera
casarse con el jovencito ese¡ Cantarina tomó con calma la novedad y sólo se
alzó de hombros; no quiso interrumpir, por el momento, el regocijo de su padre.
Mantuvo su calma y su silencio algunos días más, hasta que escuchó decir a su
padre que se iba donde el señor Arias para formalizar la boda. No tuvo entonces
más remedio que decirle que su corazón ya tenía dueño. El Mocho, con la alegría
que todavía le duraba desde la noticia del casorio, dijo muy tranquilamente que
ese “dueño de su corazón” tendría que ir despidiéndose, porque ella se iba para
algo serio, y si era verdad lo del enamoradito, no había ningún problema: una
relación de abrazo y beso no era nada y era muy fácil de deshacer. Pero montó
en cólera cuando escuchó decir a su hija que esa persona era el popular Juan
Gilas. ¿Ese enamorador bueno para nada? Cantarina le aclaró que eso había
quedado en el olvido porque ahora trabajaba de ayudante en el carro de los
Trujillo. El Mocho reventó de la furia: ¿No veía su hija que ser dueño de una
mina era mil veces mejor que ser chulío
de carro? Por otro lado, si era por cuestión de amor, pues debía saber que eso
venía con el tiempo. Por esos sus abuelos casaban a sus hijos por concierto,
primero estaba la comodidad; ¿acaso se puede vivir de amor? A Cantarina no le
quedó otra que decirle la verdad, que de todas maneras tarde o temprano se iba
a enterar: su padre debía saber hoy mismo que su relación no podía deshacerse
porque ya había un fruto en camino. Fue un tiro de dinamita en la cara del
Mocho; el cerro de oro que hasta ese momento tenía fijado entre ceja y ceja, se
hizo humo. No recriminó más a su hija, y se encerró en su cuarto por días.
Homero Arias padre estaba molestísimo por esa fecha, no por la situación de la
muchacha, al fin y al cabo era problema de ella y su padre, sino porque su hijo
andaba como tronado desde que se había enterado de la verdad de su amada; se
paraba horas de horas mirando el horizonte, sin mediar palabra, o se internaba
a los socavones de las minas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza porque ya
daba la noche. Así que de una buena vez decidió mandarlo de vuelta a Lima, y
dio por concluido todo acuerdo con el fallido consuegro.
En
un arranque de ira, viendo que el tal Juan Gilas de mierda le había malogrado
todos los planes de tomar parte en la minera como uno de sus futuros dueños,
Mocho Vásquez no escogió mejor camino, a su parecer, que ir donde Pancho Maqui
y encargarle que propinara lo peor de su
repertorio al entrometido donjuán.
Tras el criminal requerimiento, el Mocho se mandó mudar llevándose a la familia
entera a donde solo Dios sabía.
Los
tres días de espera, el tiempo que a los Manillo les bastó para hartarse de
matar a Pancho Maqui, le sirvieron a los hermanos Pecho para preparar las armas
que solo su recóndita cólera pudo inspirar: palos de lloque llenito de púas
aceradas, lajas largas y bien filudas que aseguraban mejor contundencia que un
hacha corriente, y una roca tamañaza, capaz de triturar hasta el más oculto
tuétano, que lo usarían mediante un mecanismo parecido al de la guillotina.
Cuando los Manillo dijeron ¡basta, hasta acá
llegamos!, entraron los Pecho y lo agarraron fresco fresco al Maqui. Nos les
importó encontrarlo hecho leña. Decidieron matarlo como lo hizo con el pobre
Juan Gilas, a quien, para sepultarlo, tuvieron que recomponer, como un
rompecabezas, su cuerpo hecho pedacitos.
Bruto esos cholos carajo, para desquitarse.
Antes de pelarlo a hachazo limpio, empezaron por macerarle fieramente la carne
con el lloque empuado. Sin embargo, apenas empezaron a destazarlo, se echaron para
atrás, al ver que al primer tajo, en vez de sangre, asomaron, pescueceando,
fila fila, una tropa de gusanos repugnantes. Demetrio Pecho dijo: “De qué vale
seguir trozando a este jijunavalienta, si su cuerpo es una mierda entera por
dentro”.
No utilizaron la roca, porque pensaron que una
carga de dinamita atado al cuerpo haría un mejor trabajo. Emérito Pecho, el encargado de prender el tiro, tuvo que
zafarse a la carrera antes de que le cayera encima uno de los tantos trozos de
carne podrida que volaron por los aires.
No
se quedaron otro día más; estaban convencidos de que el destino de Pancho Maqui
haría el resto. Sabían que volvería a resucitar, enterito, pero tenían la
certeza de que no faltaría otro que volvería a hacerse justicia. Y Pancho Maqui
reviviría el pavor y el martirio de encontrarse ante una nueva muerte, en una
laya que solo la sed de venganza podría provocar, para luego volver a la vida y
encontrarse con otra muerte y con otra y otra.
8
AÑOS,
MI MADRE y yo vivimos con la preocupación que nos causaba esperar el regreso de
mi padre. No estábamos tranquilos hasta tenerlo de vuelta. Mi madre lo
disimulaba remallando un pantalón o ribeteando un poncho; yo sabía que estaba
tan preocupada como yo, porque la veía que siempre pescueceaba mirando la
puerta, esperando que entrara o que viniera alguien a dar la noticia del
paradero de su marido.
No
sabíamos cómo, de un momento a otro, se hacía humo; pero sabíamos cómo iba a
regresar. De figurármelo nomá, me ponía yo a llorar, solito; sentía en carne
propia los dolores, los golpes, los cortes lacerantes que padecería.
Con
el tiempo, no quedó nadie que se tomara el tiempo para darnos el aviso, y si
alguien aún lo hacía era para evitar que se asomara todo desnudo, a plena luz
del día, y enseñara sus vergüenzas a todo mundo, con tanta criatura que había.
Otras veces asomaba con la ropa rasgada limpia, con solo unas tiras de tela
echadas a la espalda, todo maltrecho, el cuerpo chorreando sangre, con las
heridas frescas de una muerte recién soportada, y caminando muy orondo, seguro
de que nadie le echaría en cara su insolencia.
Esos
tiempos ya estaba irreconocible: el ojo derecho tapado por el párpado caido, tres cortes en pura nariz, como
partidas a machete, y una brecha encarnada en un lado de cara, de oreja a boca,
que mostraba carne viva en su hendidura.
Yo
no entendía por qué había decidido seguir en la casa y no refundirse en un
lugar en donde no dieran con él. Tampoco entendía por qué seguía matando, si lo
único que había conseguido fue que, una y otra vez, lo volvieran a matar, que a
mi madre la tuvieran de consentidora (las mujeres decían “acepta alegremente
las fechorías de su marido”) y que yo haya dejado la escuela (me miraban como
apestado y con miedo, pensaban de juro que iba a matar a mis compañeros, con
todo la señorita directora).
Como mi madre nunca le recriminó nada, más que
todo porque se había jurado no dirigirle nunca la palabra (esta vez sí lo
cumplió), un día, mientras lo contemplaba, no aguanté y le pregunté a mi padre
por qué procedía así. Él me miró y me respondió casi sin mover labios (parecía
tener la respuesta pegada en la frente):
“Para qué escapar de la muerte si siempre me va a hallar en donde sea que
esté”. Como antes, no hice sino aceptar su determinación; qué podía hacer.
A
quien la muerte halló, y pronto, fue a mi madre. Un día fue a dormirse y la
cruz que eran las atrocidades de mi padre le llegaría a pesar tanto, que ya no
levantó más. Estoy seguro de que se fue derechito al cielo.
9
AHORA
SOY YO quien limpia las heridas de mi padre y lo espera con su ropa limpia y su
café y sus cachangas asadas.
Mi
mayoría de edad ha echado a un lado
algunas costumbres de antaño (ya no voy al panteón, a la antigua morada
de Antonino el Errante, por ejemplo), pero todavía sigo acompañándolo cuando va
al corral a contemplar los animales. Si me pongo a esperarlo con la misma
frialdad con que mi madre solía recibir la noticia de su muerte repetida, es
únicamente para que la pena no me mate; qué me haría de solo estar pensando en
su continuo suplicio.
Ha
sido uno de estos días en que, acomodando su ropa, se me vino la idea de que ya
es tiempo de hacer algo definitivo por él. Me he dicho: “Si la muerte no lo
puede llevar para siempre, al menos que se lleve a otro en su lugar”.
Este pensamiento me ha seguido todos estos
días; lo tengo ahí ahí, hasta que me vence el sueño, y vuelta se me viene a la
mente cuando me recuerdo por las mañanas. “Tengo que hacerlo”, me repito.
Porque ya encontré la manera.
10
COMO
LO HICIMOS alguna vez, años atrás, estamos yendo vuelta con Fico Amaya donde
Antonino el Errante, esta vez a asentar un reclamo. Somos hartos los que lo
acompañamos. De ser posible, nos pondremos a gritar pidiendo justicia para los
pobladores. Ya es hora de que el Errante cambie de una buena vez el castigo que
le impuso a Pancho Maqui. A eso vamos.
Hemos
llegado a la casa de Marquita Blas, en donde se está hospedando Antonino.
Marquita solo ha hecho pasar a Fico y a yo, Aurelio Luján, en calidad de
secretario de actas del Comité de Reclamadores.
-Diosito,
Jesús y su Madre la Virgen Santísima estén con vosotros- saluda Ángel Cuete-
¿Qué les trae por acá, hermanos?
Si
no fuera porque tenemos a Ángel cara a cara, no lo creeríamos: acaba de hablar
con la misma voz del Errante.
-Queremos
una audiencia con el santo- dice Fico, medio extrañado por la impresión.
-Pueden
hablar -dice Ángel con la misma tonada del Errante-: es lo mismo con el santo
que con yo.
Acabo
de acordarme que Ángel Cuete es el parlante oficial del Errante; hace sus
veces desde que dio muestras de su
memoria prodigiosa para captar los mensajes y decirlos tal cual, sin saltar una
pausa (pero ni por esas iguala al santo, que se sabe los nombres, hasta de tres
generaciones atrás, de cada uno de los miembros de la familia adonde llega).
Lleva tantos años con el Errante que, se dice, hasta piensa como él. Por eso el
santo deja que resuelva en su lugar algunos casos y hasta sanaciones
elementales, de tal manera que le deja más tiempo para la oración. Se lo he
explicado rápidamente a Fico. “Háblale, que es como si fuera el mismo Errante”,
le acabo de decir.
-Qué
pues- dice Fico mirando el techo; se siente medio azareado hablando a otro que
no tiene enfrente-; ha pasado buen tiempo y el Maqui sigue con las mismas. Se
ha vuelto curtido para la muerte y vuelve con lo mismo cada que quiere. Por eso
venimos a que levante su penitencia, Errante. A ver si, ahora, hace algo para
que muera de una buena vez, santito. Fíjese que ya han pasado sus buenos años.
El
Errante habló por boca de Ángel Cuete:
-No hay nada en los cielos que no se
pueda hacer en la Tierra. A veces no hay más que dejar camino libre a la
voluntad de los hombres. Por eso, bajo esta misma tierra yace la solución al
dilema.
Inexplicablemente,
se nos ha bajado todita la cólera; no sabemos cómo pero nos estamos retirando
como si se nos acabara de decir: “Esta es la solución, vayan tranquilos”.
-Solo
es cosa de recapitular cada palabra, cada frase -está diciendo Fico Amaya-; con
estos santos hay que estar pie con pie en lo que dicen en su lengua de griegos.
11
TORO
AURELIO se da un golpe en la frente, al pasar por el sollamo que está por la
Casa de Lata, a la entrada del pueblo. “Hop, carajo”, se emociona. “Ahí está la
revelación: solución al dilema bajo la tierra”. No necesita acercarse al borde
del sollamo para ver su profundidad; recuerda que de muchacho, con los cholos
de la escuela, lanzaban piedras en este hoyo gigante y en coro contaban el
tiempo que demoraban en chocar con el fondo. Era curioso porque unas veces
llegaban a cincuenta pero otras, a cincuenta y tres o cincuenta y siete. No lo
piensa más y va donde la casa de Fico Amaya.
Llega y le explica su idea. “Es lo que nos ha
querido decir el Errante. Sino, más que piénsalo”, le dice. La solución bajo la
tierra, no es más que sepultar al maldito. Y el sollamo de la Casa de Lata se
presta para el hecho.
-El
sitio es aparente- no deja de emocionarse Toro Aurelio-. Lo llevamos al
valienta de Maqui y lo lanzamos; lo cubrimos con tierra y necesitará años para
salir, si es que puede.
Fico
Amaya se queda pensativo, rascándose nerviosamente la barbilla.
12
“TE
LLEGÓ TU hora, Pancho Maqui”, escucho que me dicen, al momento que me agarran
por detrás y ya mismo me han amarrado; son como cinco los que me han tomado;
sólo estoy reconociendo a don Shefo Bocanegra. He pegado el mentón en el pecho
para que no noten mucho la diferencia en los rasgos de la cara. Ahora que me
han levantado la cabeza, estoy viendo también a don Aurelio Luján: “De esta sí
que no sales”, me está gritando. Por su
parte, don Viche Haro también grita: “Te espera algo que ni te lo figuras, so
maldito”. Estoy viendo también a Pato Benítez y José Zorrillo, que son mis
contemporáneos. Yo no tengo miedo de nada; sé adónde me llevan; más bien me
alegra que me sigan tomando como si yo fuera Pancho Maqui. Parece que el
maquillaje ha quedado real: no han notado que es una rodaja de harina de cachanga pintado del color de la carne
el párpado que tapa mi ojo, ni que la herida maloliente de la cara sea en
realidad un pedazo ensangrentado de carca de vaca bien maquilladito. Tampoco me
he olvidado de la nariz con sus tres rajas, que lo he moldeado también con masa
de harina de cachanga. Me llevan por
la calle real, mostrándome como un animal dañino recién cazado. Por mi detrás,
por mi delante escucho voces entreveradas de la gente que ha salido a sus
puertas a verme pasar. Forcejeo medio medio para hacer más real el asunto,
cuidando de que no se me caigan los arreglos. “Amárralo fuerte, Pato, no se
vaya a soltar este valienta”. “Anda, breve, da el aviso a Fico, Viche; dile que
se apure con las volquetadas, mientras vamos llevando al jijuna este”. “Hoy si
te guaneaste, Maqui. De esta no te salvas”, está diciéndome don Gaudencio
Cerna, que no sé cómo ha resultado por acá también.
13
HOMERO
ARIAS no deja de dar vueltas, las manos a la espalda.
-No
–vuelve a decir-, imposible; cómo crees que voy a soltar así nomás los
volquetes, si mañana tengo que empezar a trabajar bien temprano.
Fico
Amaya no se da por vencido (se dice para sus adentros que si ha venido y le ha
costado conseguir la entrevista con el viejo Arias, no será en balde). Entonces
le explica los argumentos que fue pensando camino a la minera.
-De todo esto, usted sale ganando, señor Arias
–le explica-. Porque con esta buena obra tapa la boca a las autoridades de Lima
que le han echado el ojo por los relaves de sus minas que están contaminando ríos y siembras. ¿No se da
usted cuenta?
Homero
Arias parece que recién le toma seriedad al asunto.
-No
tendrán ni cómo para echar en cara nada –prosigue Fico Amaya-. Al contrario, el
pueblo estaría a su favor, porque ese sollamo a la entrada del pueblo da mal
aspecto, y tapado dejará de ser un peligro permanente. Hasta podríamos
construir una canchita en la pampa que quedaría. Ponemos una placa de su minera
como benefactora, bien grande. ¿Qué dice usted?
-Está
bien, está bien –refunfuña Homero Arias-. Tendrán los cincuenta volquetes, con
tierra cada uno, y encima unos tiros de dinamita para que bajen un poco la peña
y lo tapen por completo. Solo me dan el aviso. Los voy a tener listecitos.
14
ME
HAN TRAÍDO a la Casa de Lata. La gente está allí, hay hartoniles, parece que
daz se han anoticiado. Todos miran en dirección al sollamo: allí estoy, en el
borde mismo, sujetado por unas sogas. Todo está saliendo bien. Me tirarán pensando que soy Pancho Maqui y asunto
arreglado. No me da miedo morir. Al contrario, me alegra hacerlo por mi padre.
Aunque no me lo agradezca. Es lo que le dije cuando le conté mi plan: “No
quiero que me agradezca lo que voy a hacer por usted, padre. Solo quiero que se
vaya lejos, hasta la Costa, si es posible. Hágame caso. No por yo, sino por la finadita
de mi madre”. Esta vez, como nunca, me miró a los ojos. No me dijo nada, pero
se dio media vuelta; agarró sus cosas y salió. Era suficiente para saber que
esta vez había entrado en razón. Adónde estará ahora. Me matan a yo creyendo
que han matado para siempre a Pancho Maqui, y será una gran calma para todos,
sobre todo para mi padre y para yo. La
gente quiere ver ya a Pancho Maqui en el fondo del sollamo. Lo están pidiendo,
en coro. No saben que la orden se va a dar cuando vengan las camionetas con la
tierra. Sé todo lo que va a pasar. Desde mucho antes de que me atraparan. Fue
don Ángel Cuete quien me puso al tanto de todo, no sé por qué. Pero me sirvió
de mucho. Por eso, cuando me pasó la voz que Fico Amaya venía a sacar a mi
padre para ajusticiarlo, me apresuré en ejecutar mi idea. Y salió tal cual.
Apenas mi padre dejó la casa, me puse su ropa y los maquillajes que me hicieran
quedar igualito a las trazas de su cara, más que todo. Todavía me sobró tiempo
para esperar. Viendo que por fin se acercaban, salí como yéndome para arriba,
como irme al barrio La Loma; me hice el que los aguaité y pegué la carrera. Fue
ahí que me cogieron.
15
FILA
FILA, LAS camionetas con la tierra se ha asomado y ya están alineadas. Ahí
mismo el brazo en alto de Fico Amaya da inicio a todo. En lo que han empezado a
reventar los tiros de dinamita y ya está cayendo harta piedra al sollamo, se ha
presentado Emérito Pecho, todo agitado. Levantando las manos, grita que paren,
que no es mi padre a quien están por aventar.
Es
demasiado tarde: todos escuchan su voz de alerta cuando ya me han empujado y
voy cayendo al fondo. “¡Han matado al hijo! ¡Pancho Maqui está en su casa, lo
acabo de ver! Vayamos para allá”, retumba otra vez la voz de Emérito, pero yo
la escucho quedito desde acá abajo, tirado como estoy en el fondo pedregoso de
la oquedad. Algunos se estarán asomando a ver mi cuerpo, pero no verán más que
la polvareda de la tierra que está tapando el sollamo.
Debe
ser cierto que mi padre ha regresado a la casa. Sus razones habrá tenido para
hacerlo. Estarán yendo para allá, pues, toda esta gente, con sus cuchillas y
machetes, azadas y picotas, y lo encontrarán en el corral, contemplando sus
animales. Y ya se sabe lo que le harán. Yo ya no podré hacer nada, menos ahora
que estoy sepultado bajo harta tierra y piedra. Pero algo me alegra: desde
ahora podré acompañar a mi padre todas las tardes, con más tranquilidad, casi entrando la noche, hora en
que, dicen, las almitas salen a proteger a los suyos.
1 comentario:
Felicitaciones excelente cuento. Es bueno encontrar personas que aún tengan el interés por escribir... aunque a veces pareciera que no existieran. Tiene mucho de Rulfo. Saludos.
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