domingo, 18 de agosto de 2013

CON CATA OTRA VEZ (cuento que aparece en mi libro "El hombre que tenía...")

1 YO ME ENAMORÉ de Cata el mismo día en que la vi. Fue una tarde de junio, hace treinta años. Había llegado al pueblo por aquella huelga magisterial del 79, la que duró casi cuatro meses. Como no tenía cuándo terminar, pues ya llevaba algo de dos meses de iniciada, mis padres aprovecharon la oportunidad para enviarme a conocer su tierra, en realidad querían sacarme de encima las malas juntas que acechaban mi atolondrada adolescencia. Como el mejor argumento, me dijeron que en Salpo, su pueblo -que es el mío ahora también- yo iba a respirar aire puro y que me alejaría al menos por un tiempo del aire contaminado de la ciudad (era una clara alusión a mis amigotes). A tres mil y pico de altura no había duda de que me esperaba un envidiable oxígeno celestial. “¿Por cuánto tiempo me voy?”, pregunté, todavía maravillado por la idea de estar en otro ambiente, con otra gente (definitivamente la tierra llama a la sangre). “Lo que dure la huelga”, me dijeron. Fue así, sin querer, que me quedé dos meses. Fue el suficiente para respirar mucho aire del bueno y también para llevarme el recuerdo de Cata y de todo lo que juntos vivimos, mal que bien. Debo reconocer que mi relación con Cata fue una especie de convivencia tipo Dr. Jekill y Mr. Hyde: tan indiferente en el día, pero todo amor por la noche. Esto obedecía (me lo he explicado después y creo que no me equivoco) a la inseguridad y el albedrío de sus entonces quince años. Yo le llevaba dos y ya se sabe cómo llega el amor a esta edad. Ahora que la encuentre no sé cómo seguirá realmente, digo, en lo que respecta a sus sentimientos, con aquello de sus devaneos todo lo puedo esperar. Pero me anima el contento de que ha recibido todas las cartas que le escribí en esta treintena de años (Vilma, mi confidente desinteresada, me lo ha confirmado más de una vez), enviadas desde lugares tan disímiles y exóticos que a cualquier chica la colmaría de orgullo: Vancouver, Almería, Sídney, Martinica y una veintena de lugares más, adonde fui enviado por la transnacional vendedora de llantas en la que laboro desde hace veinticinco años. Me siento optimista porque Cata sabe que no he dejado nunca de pensar en ella: cada una de mis cartas es como un diario que curiosamente empieza y termina con su nombre. Una de ellas, la más breve, dice: “Cata, no sabes, son las ocho y acabo de levantarme. Es la primera vez que llegaré tarde al trabajo; aún así, tengo tiempo para escribir que te amo, Cata”. (Lima, 1984) Podría afirmar que Cata sabe cada movimiento que he dado desde que dejé de verla; está enterada de que no he tenido mente y corazón más que para ella, y que estoy soltero. No regresé a verla antes porque apenas terminé la secundaria mis padres me enviaron a Lima a estudiar; creo que mis cartas suplieron en buena medida mi ausencia. Sé, por mi confidente, que sigue soltera también, que sus padres murieron cuando tenía veintiocho años y que tuvo que resolver su vida por cuenta propia, por ser hija única. Llevó una vida casi huraña, pero siempre estuvo en contacto con Vilma, mi confidente desinteresada, nuestra amiga en común. En la última carta, fechada en Lima hace solo una semana, le avisé de mi regreso. “No me lo vas a creer, está bien alegre con la noticia”, me escribió Vilma al respecto. Por eso, Cata ya debe saber que estoy de vuelta, y que he venido a llevármela. Después de treinta años, ya lo he dicho. 2 LO PRIMERO que he hecho al regresar a Salpo ha sido subirme al monte más cercano y, con los ojos cerrados, inspirar profundamente un poco de este aire celestial. Es tan mágico y divinamente conmovedor el momento, que uno termina por entender por qué Dios se está bien en las alturas. Lo siguiente ha sido como recoger mis pasos de las estrechas y ondulantes veredas, por las que caminé una y otra vez. Las calzadas conservan en algunos sectores el empedrado colonial, pero en otros ha sido reemplazado por el cemento. Están, por supuesto, los pobladores de poncho y sombrero y los de casaca y gorro deportivos; los jovencitos que van camino al colegio y los más pequeños, que, tirados sobre el empedrado jugando a los chanos, demoran su llegada a la escuela. Y el silencio. Solo el gemido lejano de alguna vaca y la música de radio que se escapa de una bodega. Todo aquí parece estar detenido en el tiempo. Más o menos eso le pasa a mi existencia: congelados en perfecta alineación galáctica, están: el pueblo, Cata y yo, en ese orden. 3 PARA REVIVIR el momento de cómo conocí a Cata, estoy acá, en el campito de Mansiche, uno de los cuatro barrios del pueblo. Fue aquí donde nos encontramos la primera vez. Tengo la certeza de que no tardará en venir por acá. Sería de los dioses que se repitiera lo que sucedió entonces. Lo de entonces fue así. Era el segundo día de mi llegada, en una tarde como ésta, y se me dio por pintar un paisaje (pintar: el mejor regalo genético de mi madre). Aparte de la canchita de deporte –ahora hay una losa de cemento-, capté en el dibujo unas colinas cercanas sembradas de casitas humeantes, un bosque de eucaliptos que seguían la pendiente de un cerro, rumbo a una encañada, y a lo lejos la cordillera tupida de cumbres azules (las noches despejadas permiten ver las minúsculas y parpadeantes luces de Trujillo por encima de esta muralla de cerros, y en las puestas de sol, la línea del horizonte sobre el tranquilo mar de Huanchaco). Enmarcaba mi bosquejo un cielo límpido. Recuerdo que había empezado a pintar y batallaba por conseguir la iridiscencia del sol crepuscular. Era en realidad un trabajo de muchos días. “¿Qué estás dibujando?”, fueron las palabras que me sacaron de mi ensimismamiento. Alcé la mirada y me di con dos ojos vivaces y brillantes, una nariz pequeñita como un botón y una sonrisa que marcaba los hoyuelos de sus mejillas. Tenía el cabello ondulado y corto y brazos largos y morenos. Quedé arrobado en el acto. La quedé mirando y no pude más que escucharla, sin pestañear: “Vengo todas las tardes a dejarle queso a doña Alfonsa”, dijo señalando una casa. Tenía mi cuadro en sus manos; no me di cuenta en qué momento me lo había arrebatado. Escuché: “Me gusta lo que pintas”, ya sin noción de lo que me estaba sucediendo. “Si quieres que te lo devuelva, regreso mañana por acá, a esta hora”, dijo blandiendo mi incipiente obra de arte, y se fue. Las palabras no me salían, quedé hecho un bobo mirándola cómo se alejaba. 4 REPUESTO DEL PERCANCE, lo primero que hice fue averiguar su nombre, sobre todo su apellido (no me fue difícil saber el de la familia que vendía quesos), no fuera que la genealogía nos enredara entre sus ramas caprichosas como lo ha hecho con muchos de los pobladores. De alguna manera, como en todo pueblo chico de nuestras serranías, la gente tiene algún parentesco en común, y en ese orden han resultado casándose -sabiéndolo o no- entre primos (mis padres son primos en tercer grado) o tías con sobrinos, algo que entonces y todavía nadie tiene en cuenta ni cuidado; el amor ha estado siempre por encima de las parentelas. Fui donde mi abuelo, cautelosamente le pregunté por el parentesco de nuestro apellido con el de mi querida Dulcinea. No quería cometer ningún desliz patronímico con ella. Escuché pacientemente el derrotero entramado de nuestros apellidos. Para mi fortuna, fuera de un pariente en común, no había nada consanguíneo con Cata. Así que debía empezar mi acometida amatoria libre de cualquier atadura genealógica. 5 EL DÍA SIGUIENTE estuve en la canchita desde temprano. Sólo porque me viera, me puse a garabatear cualquier cosa; ver su figura estaba por encima de mi inspiración. Pronto, se abrió un sol esplendoroso. El momento llegó cuando sentí sus dedos en mi espalda. “No he traído tu pintura, disculpa”, escuché. Ya la había visto de reojo. Hice que terminaba un trazo para enseguida empezar con la conversación. Me hacía el importante, en realidad. Fue mala idea. Cuando volteé, ella se iba, caminando muy rápido. La llamé. Corrí un trecho; fue inútil; ya ella ‘se había asomado’, como dicen por acá cuando alguien ha desaparecido de la vista o está muy lejos. 6 VOLVÍ A VERLA tres días después. Lo digo con mucha calma ahora; pero esos días, aquel tiempo, me parecieron interminables. Estuve mañana y tarde pintando sin pintar, vigilante de su llegada. Y entonces vino, y esta vez sí conversamos, sentados sobre el gramado. No recuerdo muy bien qué es lo que me dijo, porque yo me la pasé deseando que ese momento se perpetuara, solo para disfrutar de sus gestos, repasar una y otra vez con mis ojos el contorno de su rostro, regodearme en el movimiento de sus labios. “Me gusta lo que has pintado”, me dijo en algún momento, y de veras me reí porque no había hecho nada; pero me callé de pronto; me estaba tomando el pelo, porque la cartulina estaba en blanco. Nos reímos, y yo disfruté nuevamente de los hoyuelos en sus mejillas. Luego recorrimos toda la calle principal, conversando; en realidad, era ella la que más hablaba. A sus cortos quince años, se sabía toda la historia del pueblo: su bonanza minera, tiempos de cine y casinos; los abarrotados mercados dominicales que eran toda una fiesta patronal, y la floreciente agricultura que iba a la par de la minería. Me habría pasado escuchándola hasta la noche; pero el final de esa tarde me la arrancó de los brazos abruptamente. Pero Cupido hizo bien su trabajo: el flechazo me atravesó el corazón en el acto. Lástima que no lo hiciera con ella; el saetazo le pasó a metros de distancia. Durante más de una semana, a cuestas con mi flecha atravesada en mi enamorada y adolescente humanidad, anduve esperando que Cupido le acertara a mi esquiva Julieta; valgan verdades, poco podía hacer el muchachito del arco y las saetas ante mis débiles y exiguos parlamentos de incipiente Casanova. Pero una tarde de mucho sol, en la cima del cerro mayor, el Ragash, se dio el prodigio. Yo creo que Cata me dio el “sí” rápidamente porque el ascenso nos había dejado sin aliento y no tuvo más que aceptarme (la había tomado de los hombros, deteniéndola el tiempo suficiente para que el dios del amor diera por fin en su duro corazón, y vaya que no falló). Bajé casi rodando por los sembríos: Cata sería solo mía, los hoyuelos de su sonrisa, sus ojos, su vocecita, su naricita. Grave error. Mi tormento recién empezaba. 7 LO QUE ME ESTÁ pasando en este momento se parece a esos días aciagos al lado de Cata. Para peor, el sol acaba de ponerse y ella, mi adorada Julieta, mi ansiada Dulcinea, mi eterna Angélica, mi prístina Beatriz, no ha venido (Cata es, en una, las cuatro amantes más idolatradas de la literatura universal). Empieza el frío. Pronto será de noche. No me queda más que acurrucarla en mis sueños y esperar el día siguiente. Estoy decidido a ir a su casa, porque tampoco he podido ver a Vilma, mi ex solícita Celestina. No quiero perder un día más. Si Mahoma no va a la montaña..., ya lo dice el refrán. 8 NO HE DORMIDO; estuve recordándola toda la noche. Aquellas ocasiones en que, por las mañanas, se parecía un tanto al tétrico Dr. Jekill (se parecía, digo, no que lo fuera); pero también cuando por las noches era un afable y hasta cándido y dulce Mr. Hyde; cuando salíamos a caminar cogidos de la mano, amparados por la oscuridad (aún no había luz eléctrica en el pueblo); estábamos un buen rato en la plaza principal, y terminábamos en los alcanfores que tenía al final de su corralón. Para esto debía trepar y sortear, cual Romeo, una alta pared. Ni su familia eran los Montesco ni la mía los Capuleto, tampoco había un lío familiar de por medio; el único lío al que debía enfrentar era a su ridícula aversión o vergüenza a vernos en el día; cuánto habría querido gritar a quien se nos cruzase que amaba a esta pequeña; correr por los campos a plena luz del día y mojarnos en alguna acequia; coleccionar flores silvestres, decirle mis poemas, ir a los cerros y repasar todos los caminos de herradura, no sé... La felicidad de mis citas nocturnas estaba en proporción inversa a mi padecimiento matutino. Era lo que más odié de ella, que me ignorase; yo no era sino un alma al que no se le ve ni escucha así se le tenga pegado al oído. No llegué a arrancar árboles o desmembrar becerros como lo hacía Orlando ante el desamor de Angélica en Orlando furioso; más bien me convertí, sin proponérmelo, en una suerte de Quijote; pero a falta de vivir aventuras para ofrecérselas a mi Dulcinea, le traía, a cambio, cada noche, un nuevo paisaje de los caseríos cercanos a donde iba a dibujar en el día, para evitarla. Solo cuando Vilma le avisó que yo regresaba a Trujillo (la huelga de los profesores por fin había concluido), Cata tiró a los suelos la barrera que le impedía citarse conmigo en el día y vino a verme, resuelta a desquitar el tiempo en que no pudo ofrecerme el amor que merecía con toda justicia. Obviamente, lo que vivimos ese día no pudo resarcir lo que pudimos vivir de maravillas los dos meses que habían pasado rápidamente. Así que me despedí con una frase que siempre he recordado: “Esto debe continuar, y para eso volveré”. Por eso he regresado; para retomar esta despedida, los días que no pudimos vivir nuestro amor. 9 EL SOL ESTÁ asomándose, los muchachos van camino a las chacras arreando sus animales, algunas mujeres están regando las calles, se huele el olor a leña de los fogones y se escuchan ciertos chasquidos que no son sino el ruido que hace alguien al rajar leña. Pero todavía dura el gélido vientecillo de la noche. Ahora que voy camino a su casa, no puedo evitar el temblorcillo nervioso del muchachito rumbo al encuentro de su primera cita. Tengo ya mi frase elegida para cuando salga a recibirme. Me he quedado con la más contundente: He venido a llevarte, Cata; deja todo y compartamos la vida que el destino nos tiene reservada desde siempre. Deseché: Vente conmigo, Cata, antes de que Dios nos llame a su lado (cursilísima, agorera incluso); El tiempo y nuestros destinos quieren vernos juntos, Cata (chabacana, sosa); Quiero terminar mi vida contigo pero vivirla desde ya (predictiva), y otras muy infantiles. Ya no sé si es más infantil tener la seguridad de que Cata me siga cuando le pida que nos vayamos a Lima. ¡Qué lo impediría! 10 ESTOY EN LA PUERTA de su casa. El sol cae de lleno sobre el viejo letrero de “Se vende queso fresco”, que aún permanece clavado sobre el dintel. La soledad y el silencio, a esta hora de la mañana, me hace recordar que muchos están en el campo o en las minas. Y los muchachos en el colegio o la escuela. Golpeo la puerta, tímidamente. Reconozco de inmediato el rostro de la mujer que acaba de salir, por los ojos vivaces y brillantes que siempre he sublimado (no por la descripción que Vilma me hizo de ella). ¡Es Cata! Tiene hundido hasta las sienes un sombrero de paño, del que se desprenden dos trenzas descuidadas. Su pequeña nariz y sus labios se pierden en su rolliza cara tostada por el frío y el sol. Lleva puesta una chompa color fucsia, sujetada con esfuerzo por un solo botón, y una falda plisada de color verde botella que tiene encima de un pantalón de lana negra (Vilma no pudo ser más contundente con su desenfadada descripción: “Está hecha una vaca”). No me ha chocado el atavío de mi amada inolvidable: he venido por ella, por su esencia, por el resto de amor que debe tenerme reservado. Creo que a Cata tampoco le ha costado mucho reconocerme (“Está barrigón y calvo y usa lentes gruesos”, le habrá dicho nuestra Celestina parafraseando lo que le escribí acerca de mi actual humanidad). El temblorcillo del recién enamorado vuelve a hormiguearme en la boca del estómago. No puedo decir nada. Ella, al parecer, tampoco. Gotitas de sudor bullen en la punta de su nariz, que se desprenden y bajan por las comisuras de sus labios. Hasta eso me encanta, la cosa más insignificante que le pueda suceder. Definitivamente, sigo amando a esta mujer. Antes de hablar, se echa las trenzas a la espalda y se sorbe el sudor, muy resuelta. -Si has venido por mí, te adelanto que no hay nada que pueda moverme de acá- ha dicho, muy seria. Pienso: “De ser posible, me quedaría. Mi vida no tiene sentido sin ella. Porque a esto he venido, a reencontrarme con mi único y grande amor: mi Dulcinea, mi Julieta, mi Angélica, mi Beatriz”. Los golpeteos del corazón hinchan mi pecho. Ya ni recuerdo lo que había pensado decirle. Y solo atino a decir, venciendo el temblor de mi voz: -¿Crees que ahora sí podremos caminar a esta hora del día? -Parece que no me has entendido –está diciendo Cata–. ¡No puedo ir contigo a ninguna parte!-. La cara se le ha transformado: parece un ogro. Pero un ogro cariñoso e inofensivo: dos niños que han salido hace unos minutos de su casa, juegan entre sus piernas.

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